domingo, 11 de noviembre de 2018

Después de Mercartes



El presidente Kennedy aconsejaba a sus colaboradores que dejaran constancia por escrito de todo lo que ocurría. Creía que si los suyos no lo explicaban, otros lo harían.
Buena visión. Gran consejo. 
Sigo su recomendación. Apuntes después de tres días en Mercartes.
Después de dieciséis citas pactadas y cronometradas de quince minutos cada una, sin contar dos que me dieron calabazas. Muchos proyectos, mayoritariamente interesantes. Decenas de encuentros casuales, improvisados o espontáneos. Provechosos también la mayor parte de ellos. Los físicos deberían investigar de dónde sale esa energía.
Varios cientos de besos y abrazos. El sector tiene tendencia a la corporalidad. Purpurina en el pelo (o lo que queda de él). Unos cuantos kilos de papel y material promocional, desafiando el reto digital. Palomitas. Algún verdejo y un par de chacolís. Un caramelo de menta. Los cafés deliciosos que ofrecía el equipo de la Red Española de Teatros. Y el de Susana Herreras, incombustible (Susana, no el café). Me perdí gildas, queso, jamón y papas. No se puede estar en todo.
Presentaciones, mesas redondas, debates y algunas charlas breves pero intensas en la esquina de los fumadores. La nicotina hace extraños compañeros de tertulia.
Algunas caras nuevas. Muchas caras conocidas. Pocos discursos nuevos. Muchos lamentos repetidos que arrastramos en el saco de nuestra historia.
Gentes que emergen. Gentes que flotan como la piedra pómez. La misma proporción de mediocridad y talento que siempre. Esperar otra cosa sería erróneo.
Mucho joven con todas las ganas del mundo intentado entender lo complejo y buscando hueco. Algunos lo encontrarán, pero otros caerán en esa operación: el hueco no crece. O crece más por la presión que por las condiciones de la estructura.
Mujeres. Muchas mujeres. Inteligentes, empáticas, preparadas, ilusionadas, trabajadoras, incansables, luchadoras. El futuro pasa por ellas.
Los viejos rockeros reinventándose. Había dinosaurios con algunos dientes mellados pero con pulmón suficiente como para seguir respirando el oxígeno de los manifiestos.
Castilla y León. Una comunidad desorientada, apática, irrelevante. La presencia no es cuestión de metros cuadrados de stand. Ayuda más el discurso, el proyecto, la presencia técnica que arrope una política. Pero para eso debe existir política.
Recortes sin revisar, amateurismo ascendente y sobreproducción creciente flotando, amenazante, sobre el panorama ferial.
El circo como sector en alza. Tiene futuro la poética de lo imposible.
Más oferta que demanda. Presión extrema, por tanto, de la enorme oferta sobre la escasa demanda.
Una noche en el LAVA con Matarile. Ana Vallés agitando (o batiendo: eso James Bond sabría) a Steiner con Nietzsche y Los Chichos. Un gabinete de rarezas, pulgas humanas que bailan un Bimbó deconstruido y recuerdan a Pinito del Oro y a Manolita Chen, seres que también vivían en el filo.
Mercartes. Miles de fotos en Instagram. Likes en Facebook. Hashtag en Twitter. Posts compartidos. Postureo y testimonio. Vertidos a la comunidad digital del efímero mundo de lo intangible. La utilidad de lo inútil.
Mercartes. El mercado. Con toda su crueldad. Con todo su poderío.
"Nunca he podido convencerme de que algo me ha sucedido de verdad hasta que lo he puesto por escrito", decía Gerald Brenan. Mercartes sucedió. Al menos para mi, que lo he escrito.

sábado, 3 de marzo de 2018

Los tiempos del cabo Piris

--> La historia del cabo Piris dio la vuelta al mundo. Fue a principios de 1975, unos pocos meses antes de que Franco muriera en la cama y la historia se pusiera a andar para otro lado. Este agente de la policía local de Cáceres observó que un grupo de adolescentes se arremolinaba ante el escaparate de una librería, hechizados por la imagen de una mujer desnuda que allí se exhibía.
Con una diligencia y una entrega fuera de toda duda, el cabo Piris ordenó inmediatamente a la propietaria del establecimiento que retirara aquella lámina tan perniciosa para la moral de la población y tan conturbadora para la mocedad. De poco le sirvió a la librera argumentar que era la reproducción de un famoso cuadro de Francisco de Goya, insigne y preclaro hijo de la patria. Y sordo, para más señas.
El celo en el cumplimiento del deber del cabo fue recompensando con una felicitación pública del plenario municipal. En sus quince minutos de gloria, Piris declaró que él prefería a Sofía Loren antes que la maja desnuda del aragonés. Javier Krahe todavía no había compuesto "Villatripas", pero la letra ya estaba ahí.
La historia del cabo Piris ejemplificaba aquel momento de un país pacato, carpetovetónico, reprimido y gris. Un país que Luis Carandell tuvo la paciencia de documentar en su imprescindible y divertido “Celtiberia show”.
En muy pocos años, el país cambió mucho. Al menos eso nos parecía mirando la superficie social. Y los cineastas, los escritores, los músicos, los dramaturgos, los artistas plásticos, los humoristas (ay, Forges, cuánto te estamos echando ya de menos), contribuyeron de forma sustancial a pasar la fregona a aquel machadiano país de “cerrado y sacristía”. La libertad de expresión que consagró la Constitución y que tiene sus límites no sólo en la ley sino en la tolerancia y en la paciente relatividad ante la opinión ajena, costó muertos, bombas y amenazas, pero creo recordar que hubo un tiempo, no tan lejano, en el que logramos un razonable clima de convivencia en esta materia.
En los últimos años ha aparecido una nueva especie: la del ciudadano que se levanta dispuesto a ser ofendido y a reclamar a las más altas instancias, como uno de esos altivos personajes del teatro áureo, por su honor mancillado. Armado de un detector de afrentas, sale a la calle todos los días presto a localizar el oprobio.
Son cada vez más. Están en todas partes. Han encontrado colaboradores imprescindibles en los legisladores y en el poder judicial. Descuelgan cuadros de una exposición; secuestran libros que hablan de la corrupción endémica de un territorio enriquecido por el narcotráfico; analizan letras de raperos y confunden escarnio con mala calidad y pobreza de estilo; rastrean tweet y embarullan el mal gusto y el chiste malo con el insulto. Son poderosos, están calando en el mortecino tejido social. Denuncian a un periodista como Valentín Carrera para amedrentar líneas críticas, tan necesarias frente a la planicie del pensamiento.
Mi primera colaboración en este semanario fue un obituario por la desaparición de Bierzo 7, el último medio escrito que había resistido la tempestad digital en la Comarca Circular. Lamento tener que despedirme de EL DÍA DE LEÓN con el temor de un regreso a los lóbregos tiempos del cabo Piris.

Como las vacas al tren. El Día de León (3, marzo, 2018)

sábado, 17 de febrero de 2018

Después del fuego


Foto: Luis de la Mata
A Fermín López Costero le gustaba tanto escribir libros como leerlos. No es una obviedad, aunque lo parezca. Abundan en estos tiempos de infantilismo y postureo los escritores que han publicado más que leído.
Para lo que se estila, Fermín llegó tarde a la edición, pasados los cuarenta. Mantuvo sin embargo en la última década y media una producción constante y notable: ocho títulos entre el “Pequeño catálogo de historias breves” de 2003 y el ensayo sobre la revolución irmandiña en el Bierzo que se presentó a mediados del último diciembre.
En su conversación aparecía tanto el lector cuidadoso de olfato sobrado para distinguir entre las voces y los ecos como el bibliófilo detallista que no oculta su punto de enamorado fetichismo hacia el objeto más poderoso creado por el ser humano. También el curioso que buceaba entre las pequeñas (o grandes) mezquindades del mundo literario; el explorador de inéditos en busca de talento joven (a ser posible de la cuenca del Sil), y el ciudadano perplejo ante la indiferencia y el maltrato político y social por las cosas de la cultura.
Le preguntaron una vez por sus fuentes literarias a la hora de escribir. Su inteligente respuesta nos muestra a este entomólogo literario atento, curtido y riguroso: “las potables, las cristalinas, las frescas, las mejores. Lo demás es beber en los charcos”.
En estos quince años de vida editorial, Fermín abordó el ensayismo y la divulgación en un par de libros sobre nuestro admirado Antonio Pereira y en el mencionado sobre los irmandiños. También en numerosos trabajos de investigación, especialmente relacionados con el patrimonio pictórico y monumental del Bierzo, desperdigados en revistas y publicaciones periódicas.
Pero es en sus tres atractivos poemarios y sus tres espléndidos libros de relatos breves donde el talento de Fermín resplandece con singularidad. En su poesía hay un contenido temblor, un tuteo dialogado con el más allá y una mirada entre irónica y melancólica a lo cercano. En sus relatos breves, depurados hasta obtener el filo perfecto, asoma la sorna galaicoberciana que viene de Pereira y de los maestros del Noroeste brumoso. En este género obtuvo su mayor reconocimiento. En él pudo cumplir su deseo de "vivir otras vidas, no sólo la que me corresponde".
La muerte, la única certeza en este periplo al que llamamos vida, se llevó a Fermín el jueves, después de una larga y cruel enfermedad contra la que se defendió con tesón. Aunque ese calendario no lo manejamos nosotros, se lo llevó antes de tiempo, sin dejarle acabar esa novela sobre la bohemia de principios del siglo XX en Ciudad del Puente, seguro que con más de un poemario pendiente de una penúltima revisión, fijo que con muchos relatos en bruto a los que pasar la pulidora.
“Somos lo que queda después del fuego”, decía un verso del poema con que cerraba su libro “La fatalidad”. El fuego de Fermín ha sido breve pero luminoso. En una provincia de abundancia y excelencia en materia literaria, él ha sido uno de los buenos escritores que han dado las letras leonesas. Después del fuego de la vida nos deja por escrito cenizas enriquecidas de las que seguiremos aprendiendo ya para siempre.

 Como las vacas al tren. El Día de León (17, febrero, 2018)

lunes, 22 de enero de 2018

Un reptil de hierro y agua


En julio de este año se conmemora el primer siglo del inicio de las obras de la línea ferroviaria entre Ponferrada y Villablino, un reptil de hierro y agua que guarda la memoria de la historia industrial del Bierzo durante el siglo XX.
Tras una tramitación vertiginosa para los ritmos habitualmente pausados de la administración, su propia construcción, en las más adversas de las circunstancias y en el tiempo récord de un año, supone el inicio del aire legendario de Far West que siempre rodeó a este camino férreo.
Los que todavía pudimos viajar en el tren de pasajeros que hasta 1980 comunicó los pueblos del Sil, guardamos aquella experiencia en la caja dedicada a los recuerdos más hermosos. Eran una aventura aquellas dos horas largas de recorrido para los poco más de sesenta kilómetros que separaban Ponferrada de Villablino en el asiento de madera de un vagón de tercera, masticando la carbonilla y el humo, atravesando estaciones y apeaderos que conducían a un ignoto Macondo minero, cruzando túneles y puentes que jugaban al escondite con el padre Sil, la auténtica Calle Mayor de esta comarca o lo que quiera usted que sea este territorio que le debe todo al sufrido río de las arenas de oro, eje vertebrador del relieve berciano: hondo, profundo y oscuro.
El tormentoso final de la “empresa modelo” MSP, el reparto de sus despojos y lo que vino después forma parte del catálogo de despropósitos que, espero (bendita ingenuidad), los historiadores futuros sean capaces de desentrañar con todos sus pormenores políticos, económicos y financieros. El ferrocarril dejó viajeros y mercancías pero siguió transportando carbón a la central de Compostilla hasta hace unos pocos años, después de importantes inversiones públicas para beneficio privado.
Desde entonces, el debate sobre el destino del cadáver ferroviario se ha convertido en un ejemplo perfecto de lo que mejor sabemos hacer por estos pagos, que es practicar el cinegético, muy antiguo y poco noble arte de marear la perdiz.
Como es el turismo el gran mantra salvador de las economías en los territorios venidos a menos, el vocerío señaló el fin ineludible para el desocupado Ponfeblino: un tren destinado al ocio vacacional en el que los visitantes experimentarían el placer de recorrer el valle del Sil en un auténtico tren a vapor. Una idea que nunca ha pasado de boceto, que carece de plan de viabilidad y que nadie es capaz de decir ni quién la va a hacer ni cuánto puede costar. Una de esas ideas estupendas para sacar a pasear en campaña, usar de pimpampum político o montar consorcios, comisiones y mesas de trabajo, con dietas de asistencia, a ser posible.
Mientras tanto, el centenario reptil de hierro, sus atractivas instalaciones y sus complejos equipamientos, están expuestos al más cruel de los abandonos. Esta semana hemos sabido que han sido robados unos cuantos metros de raíl, trabajosa y premeditadamente cortados, entre Cubillos y Toreno. No serán los últimos robos. Tampoco son los primeros: estaciones y locomotoras han sido saqueadas, la maquinaria valiosa ha sido desvalijada, tramos de vía han sido levantados o están siendo literalmente devorados por la naturaleza.
Otro desastre para una tierra en la que la calamidad se ha instalado como costumbre.

Como las vacas al tren. El Día de León (20, enero, 2018)

domingo, 24 de diciembre de 2017

La provincia a medias

 
Volví de León hace unos días con “La vida a medias” en el bolso. Conocía los dos anteriores volúmenes de los diarios de Avelino Fierro y no pude resistir la tentación al ver la tercera entrega en el escaparate de una librería.
En Ciudad del Puente la librería bien dotada, con fondo abundante, estanterías para el devaneo y preñadas de ejemplares pidiendo manoseo, es un tipo de establecimiento en retroceso, no sabemos si por contagio con la marchita tónica general del comercio, por falta de lectores, o por ambas cosas. Por eso, cuando salimos del pueblo, sentimos ante una librería el impulso del caminante sediento que encuentra un oasis en el desierto.

Avelino Fierro es -ignoramos en que orden- fiscal, diestro dibujante, lector atento y notable escritor de diarios. Como el género me interesa, con el libro recién adquirido en la mano el regreso en tren desde León se hizo corto. Eso tiene su mérito: el centenar de kilómetros que separan la capital de la provincia de la capital del Bierzo es un viaje en el tiempo que te invita a la elucubración sobre las habilidades de los ingenieros del siglo XIX.

Se terminó de imprimir el volumen, dice una nota final, bajo la advocación de unos versos de Charles Simic. Esa es advocación que merece respeto en el santoral laico de los lectores de poesía. En el diario de Fierro sale mucho literato y mucha literatura, bastantes pintores y pintura y sale, sobre todo, una ciudad con su provincianismo justo, un paisaje urbano aún cómplice con la naturaleza y los estorninos y un tiempo “que calla y huye”.

Como la velocidad del tren al cruzar el Manzanal es la misma que experimentó Alfonso XII cuando inauguró la línea, me dio por divagar, que es tarea imposible en el vértigo de los ferrocarriles modernos, más diseñados para el negocio que para la meditación.

Esa barrera física en el centro de nuestro mapa que simboliza el túnel del lazo separa con rigor excesivo, más allá de lo geográfico, una provincia extensa, hueca, desconchada y con relaciones interiores un tanto endogámicas y escasamente permeables.

No intenten, por ejemplo, buscar ninguno de los tres volúmenes de los diarios de Avelino Fierro en una librería de Ponferrada. Jamás el autor ha presentando en Ciudad del Puente sus libros. Y como él, la mayor parte de los excelentes poetas o narradores que viven en la capital.

Nadie recuerda la última vez que un premio Cervantes como Antonio Gamoneda participó en un acto en el segundo municipio de la provincia. Exactamente igual ocurre a la inversa. A este lado del Manzanal hay un puñado de excelentes escritores que raramente tienen oportunidad de presentar su obra en la capital.

No es sólo la literatura. Ni es sólo la palurda rivalidad ya un tanto cansina entre León y Ponferrada, diseñada para alimentar pasiones en los campos de fútbol y engrosar la caja de los fabricantes de banderas. Esta provincia necesita (re)conocerse en su amplia complejidad. Necesita coser relaciones y complicidades, sumar afectos y cordialidades; incrementar lazos y sumar esfuerzos.

Que Avelino Fierro lea sus diarios en Toreno y Fermín López Costero sus cuentos en Boñar. Tal vez así deje de ser una provincia a medias.



Como las vacas al tren. El Día de León (23, diciembre, 2017)

domingo, 10 de diciembre de 2017

Elogio sentimental de mi calle

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Avenida de la Puebla, Ponferrada. Años 50?
Mi calle debió ser desde siempre camino. Por ella ha pasado gente antes incluso de que la calle y la propia ciudad existieran.
Mi calle es la consecuencia geométrica de un puente que ordenó construir hace siglos un obispo para que los caminantes europeos pudieran visitar la tumba de un disidente decapitado sobre cuyo sepulcro se levantó una catedral.
En mi calle hubo un lazareto para enfermos pobres y una iglesia en la que se produjo un milagro. Del lazareto no queda ni rastro y en el solar de la iglesia se levantó el edificio más feo del noroeste peninsular donde, en la prehistoria de la telefonía, se iba a esperar conferencias. Apenas un mal lienzo se conserva del milagro.
Cuando el humo de los trenes que bajaban de Villablino cargados de dinero estiró Ciudad del Puente hacia el oeste, mi calle empezó a desperezarse y a vivir su época de esplendor.
Mi calle tuvo entonces una churrería para noctívagos que frecuentaban los Max Estrella de provincias; una fonda para huérfanas de posguerra atraídas por el olor de la prosperidad; un hotel donde bebía güisqui y dibujaba canales Juan Benet y farmacias con rebotica donde se pudieran haber organizado tertulias poéticas si en la ciudad del dólar no hubiera estado mal visto escribir versos.
Mi calle era el eje de la ciudad que crecía, y crecía, y crecía..., que se llenaba de obreros con acentos extraños, empleados de bata blanca y modesta clase media. En sus cercanías se anunció vino nuevo con bandera blanca, se practicaron viejos oficios hebraicos y se vendieron herramientas de cuero para aquellas tareas agrícolas que se resistían a morir frente al impulso industrial y de servicios. 
Desde las traseras de sus viviendas se divisaba una envidiable cartografía hortícola que enrojecía en agosto al ritmo de la maduración de los pimientos. Sólo el nombre queda de aquellas huertas. Y un conjunto escultórico manifiestamente olvidable.
En mi calle se levantaron arquitecturas modernistas a las que nadie ha prestado nunca la menor atención. La prosperidad desviaba su atractivo hacia un bullicio de comerciantes, de almacenes cargados de mercancía y de clientes de confianza que compraban pantalones de tergal a crédito, hilos de colores imposibles y aparatos de radio fabricados en Holanda.
A mi calle le pusieron después de la guerra el nombre reservado por los vencedores para las mejores avenidas. Con los cambios en el callejero de la democracia se identificó la calle con el barrio. Le plantaron magnolios y le cambiaron baldosas poco antes de que empezara la epidemia que ha ido consumiendo en los últimos años el tejido comercial del centro de las ciudades. 
Una plaga que ha sido especialmente cruel en Ciudad del Puente y que ha dejado en mi calle un temprano panorama de escaparates con caries, rótulos herniados y portales con halitosis, que ha ido contagiando a todo el trazado urbano que rodea la Plaza de Lazúrtegui.
Los pocos comerciantes que quedan en mi calle no se resignan a la catástrofe. Armados de escoba y fregona, han limpiado el polvo de los escaparates vacíos y organizado una exposición callejera que se abrirá con fiesta el próximo día 15. Van a intentar que, al menos en Navidad, mi calle tenga un poco de la calle que fue.

Como las vacas al tren. El Día de León. 9, diciembre, 2017

domingo, 26 de noviembre de 2017

Un gesto contra el mal

Por su abundancia, variedad temática, rigor y facilidad de acceso, Washington D. C. es el paraíso para los amantes de los museos. Se pueden encontrar en ellos valiosas colecciones de pintura y atractivas muestras antropológicas, científicas o divulgativas. Pero si ahora mismo me pidieran que recordara una pieza de todos ellos intentaría explicar ese rincón en el que se amontonan unos miles de viejos zapatos, apilados tras una vitrina, en el Museo del Holocausto.
Lo escribo y vuelve el olor a cuero muerto de aquellos zapatos. Y aparecen las personas que caminaron y bailaron con aquellos zapatos pobres, o elegantes, o meramente prácticos. 
Los muertos descalzos convertidos en humo. Las lágrimas de esa joven que mira el cúmulo de zapatos tras el vidrio. El doloroso silencio de los adolescentes que atraviesan la estancia. 
El breve poema que ilustra este rincón en memoria de la catástrofe: “Somos los zapatos. Somos los últimos testigos. Somos zapatos de nietos y abuelos desde Praga, París y Amsterdam. Y porque solo estamos hechos de tela y cuero y no de sangre y carne, cada uno de nosotros evitó el fuego del infierno”. Apenas cinco líneas de Moshe Schulstein, un poeta yiddish que sobrevivió al Holocausto, bastan para acercarse al abismo de lo inexplicable.
Nunca he estado en Auschwitz. Creo que nunca visitaré el memorial del campo donde se concentró el mal en estado puro. Pero recuerdan los que han estado que los lugares más impactantes no son las salas de gaseado, la pared donde se fusilaba, los hornos o la puerta de acceso al campo con la tristemente famosa frase “Arbeit Macht Frei “(El trabajo os hará libres). Unánimemente recuerdan el impacto que les causó las salas acristaladas donde se amontonan los objetos recopilados de los prisioneros: maletas, peines o los montones de pelo humano.
El pasado jueves, la Plaza del Ayuntamiento de Ciudad del Puente amaneció alfombrada con zapatos teñidos de rojo. Era una acción poética de largo recorrido que inició la arquitecta y artista visual mexicana Elina Chauvet en Ciudad Juárez, el Auschwitz de la violencia machista, en 1999, tras el asesinato de su hermana a manos del marido.
Desde entonces, los zapatos rojos han viajado por decenas de ciudades de América y Europa. En cada población, la colección aumenta y los ciudadanos dejan sus zapatos y sus mensajes, creciendo así la memoria colectiva, la evocación, la marcha silenciosa de las víctimas.
Son manchas de sangre sobre los adoquines. Son gritos mudos frente al atavismo machista que se resiste a reconocer que el siglo XXI será de la mujer o no será. Es el rastro trágico del que toma como objeto a la mujer y la consume como otra posesión más del Black Friday mental en el que chapoteamos.
Es un recuerdo, amplificado de ciudad en ciudad, de crímenes simiescos con frecuentes y muy graves complicidades en el entorno de la víctima y de esos miserables verdugos chulescos que se alimentan del miedo y del dolor ajeno.
Los zapatos rojos sobre los adoquines de la plaza me trajeron el olor a cuero muerto de aquellos zapatos del Museo del Holocausto de Washington. Es el poder del símbolo. La capacidad de evocación del objeto. El poder de un gesto contra el mal.

Como las vacas al tren. El Día de León (25, noviembre, 2017)