miércoles, 26 de julio de 2017

La oficina de cristal













En la prehistoria de Ciudad del Puente había peregrinos (pocos), emigrantes de vacaciones (bastantes) y viajantes de comercio (muchos). Lo que no había eran turistas. En cambio, sí había Oficina de Turismo. Ciudad del Puente siempre ha sido una población cargada de misteriosas contradicciones.
La oficina era un cubo de cristal, sofocante en verano, glacial en invierno, colocado al pie mismo del puente de la Puebla para comodidad de las palomas que picoteaban las hostias sin consagrar olvidadas en el derribo de la vieja iglesia de San Pedro.
La atendían unos remotos antecesores de Faemino y Cansado. Amalio Fernández, padre venerable de la fotografía berciana, y Pedro Fernández Matachana, cronista oficioso de las tradiciones vernáculas, custodiaban menguados rimeros de folletos ordenados alfabéticamente e impresos en Madrid. Las cosas, entonces, sólo se imprimían en la capital centrada y centrípeta.
Eran panfletos a dos tintas de la Ciudad Encantada de Cuenca, los Toros de Guisando, Tordesillas y otros lugares nunca explorados por Ulises. El interior se protegía del sol con fotos de un exotismo canijo pero irresistible para los preadolescentes que nunca habían pasado de Astorga: Ronda, la playa de Benidorm, el Parador de Cáceres. Y todo así…
Amalio y Pedro, condenados a penar en aquella cárcel de cristal, atendían el negociado con paciente desgana y enviaban mensualmente una escueta pero detallada estadística a los medios: “en febrero, han pasado por la oficina 48 personas y un belga”.
Las mejoras urbanas derribaron la jaula y la tecnocracia democrática aportó luego  expertos en vendar paisajes con adjetivos, folletos en cuatricomía sobre papel cuché y autoridades que se compraban un traje para ir a ferias a probar canapés de salmón. 
En Ciudad del Puente empezamos a ver turistas que pasaban fugaces buscando tipismos de interior, con el tiempo justo para fotografiarse ante las ruinas del castillo y probar patatas bravas del Bodegón y pulpo de Cubelos. Las callejuelas del casco viejo no daban para más. Al anochecer se ponían perdidas de yonkis.
El turismo, bendición envenenada para los lugares pobres, se convirtió entonces en la temible prioridad política que es hoy. Ahora, con el territorio descangallado y las esperanzas puestas en los milagros, se predica contra el turismo invasivo y destructivo, nuevo Saturno que devora las razones mismas de su existencia. 
Cada vez hay más turismo pero nadie quiere ser turista. Tendríamos entonces que recuperar aquella caja de cristal. Y ponerla en la wikipedia como lugar donde guardar las cosas que nunca se van a encontrar.

Como las vacas al tren. El Día de León (22, julio, 2017)

sábado, 8 de julio de 2017

Triste, solitario y final


Paco González fue nuestro "Paco el Payaso"
Hay personas a las que conocemos antes de haberlas visto. Eso me ocurrió con Paco González: la primera vez que nos encontramos yo ya lo conocía. Su nombre y su leyenda circulaban por los famélicos cenáculos de los aficionados al teatro en Ciudad del Puente allá por los años ochenta.
Los mayores nos hablaban con reverencia de un paisano que vivía en Alemania y tenía por oficio el de payaso. Nadie entonces decía “clown”. Paco era “Paco el Payaso”. Por eso, cuando me encontré con un berciano que hacía teatro y me guió en el efervescente panorama escénico berlinés de los noventa las cosas fueron rodadas.
Nacido y criado entre Fabero y la aldea de la raya galaico-berciana Villar de Silva, Paco emigró de niño a Alemania con su familia, siguiendo el trayecto de muchos españoles de la época. Su destino de obrero especializado al servicio del milagro económico alemán cambió cuando fue admitido en la prestigiosa escuela de teatro de Essen, por la que habían pasado Pina Bausch o José Luis Gómez.
Allí se formó como clown y en Alemania desarrolló su carrera como actor, con incursiones puntuales en el cine y en el poderoso "teatro oficial", por el que nunca mostró mucho interés: las rigideces institucionales no encajaban en un espíritu libertario como el suyo.
Cuando me lo encontré en Berlín andaba embarcado en un proyecto de teatro gestual con máscaras. Un grupo de programadores de Castilla y León vimos un ensayo en una destartalada nave del extrarradio. Y salimos de allí flipando.
Aquello era "Ristorante Inmortale", un trabajo lleno de belleza, sensibilidad y humor que se movió por todo el mundo durante años. En España se vio por primera vez en el escenario del Bergidum, convertido en cómplice de aquella extraordinaria compañía alemano-berciana llamada Familie Flöz.
Pero Paco tenía su propio proyecto, largamente acariciado y meditado: levantar sobre las ruinas de su casa de Villar de Silva un centro de creación y formación. Una vuelta a sus orígenes devolviendo a su tierra la sabiduría adquirida en todo este tiempo. Chao do Prao se construyó con enormes dosis de ilusión y la colaboración desinteresada de artistas de todo el mundo. Por un momento, entre aquellas cuatro paredes pareció posible el milagro de que el Bierzo ofreciera una propuesta creativa ambiciosa, diferente y rigurosa.
Aquella casa con alma, sin embargo, se convirtió en un enorme quebradero de cabeza. Sospecho que esos problemas afectaron a la salud de Paco, que ha pasado los últimos años de su vida en estado vegetativo.
Murió hace unos días en Alemania. Y uno vuelve a quedarse, otra vez, como en aquella novela argentina, triste, solitario y final...

Como las vacas al tren. El Día de León (8, julio, 2017)