jueves, 25 de agosto de 2016

Ataúdes bajo la cama

El pozo de las Ollas donde, dicen, se bañaban los monjes cada 30 de febrero
Casimiro Martinferre es un berciano sensible, curioso y andarín que ha desarrollado la capacidad de mirar, una cualidad que no es exactamente sinónima a la de ver. Cazador de relámpagos, intérprete de signos rocosos, explorador de senderos ocultos por la maleza, Casimiro lleva años haciendo su propia cartografía de esta Comarca Circular, tan castigada por el conformismo de visionarios acríticos que hipotecan nuestro porvenir.
Usa una cámara analógica, que es como decir prehistórica, y se encierra en el cuarto oscuro con la paciencia del gitano Melquiades, descifrando los pergaminos de luz que ha escrito en ácidos y sales de plata.
Hace un par de años publicó una pequeña joya en forma de libro titulado “Manuscrito de los brujos”. Era el resumen de muchas jornadas perdido por lugares como los vericuetos del cañón que el río Primout ha excavado entre Pardamaza y Librán, registrando pinturas rupestres que yacen en madrigueras perdidas donde nuestros remotos antepasados jugaron a entender el misterio de la vida.
Recientemente ha sacado “Territorio”, otro volumen que combina instantes congelados en el blanco y negro donde se conservan los recuerdos con sugerentes apuntes más próximos a la geografía afectiva que a la fisiografía.
Fue en la presentación de “Territorio” donde Martinferre contó su visita a Poibueno, a principios de los ochenta. Poibueno es un puñado de viviendas en torno a una iglesia en ruina que tuvo pasado monástico, en la umbría al pie de un arroyo con vocación de río que forma en las cercanías un pozo profundo y misterioso donde, dicen, se bañaban los monjes cada 30 de febrero.
Tiene hoy algún habitante joven, como Matavenero, su aldea vecina en la solana, modelo singular y conocido de vida alternativa. Cuando lo visitó Casimiro, hacía poco tiempo que los últimos vecinos del pueblo habían buscando mejor vida, o más cómoda al menos, lejos del valle.
Las viviendas, contó, tenían intactas sus puertas y ventanas, ajenas aún a la rapiña del hombre y a la voracidad de los inviernos. Los muebles y los objetos cotidianos seguían en su lugar, como si sus propietarios hubieran salido esa misma mañana con intención de regresar pronto.
Debajo de la cama se guardaban los ataúdes. Llegado el momento, los servicios funerarios tenían muy complicado el acceso al pueblo, comunicado por sendas que ni a carretales llegaban, y conviene ser previsores.

COMO LAS VACAS AL TREN (El Día de León, 21, agosto, 2016)

sábado, 20 de agosto de 2016

Villafranca, 5, agosto, 2016

Milagros Camuñas encuentra los restos de su madre, Vicenta López

Fue en Villafranca del Bierzo. El 5 de agosto de 2016. En el Teatro Villafranquino, que tiene el tamaño exacto de las cajas en que se guardan las cosas bellas. Una fecha para recordar.
Allí estaba Milagros Camuñas, recogiendo los restos de su madre, Vicenta López, y de su hermano, Jesús Camuñas. Cerrando una herida que ha estado abierta 68 años.
Milagros vivió su niñez en Castañeiras, una aldea minúscula de los confines del Bierzo, donde dicen que había un yugo de oro enterrado por los moros. Pero en la infancia de Milagros no había más tesoros que el cariño de su madre. El yugo de oro de Milagros eran las monedas que podían ganar cuando bajaba a vender los calcetines que tejía al mercado de San Antonio, en Villafranca.
En el otoño del 48, Milagros tenía apenas diez años. En su casa humilde encontraron refugio cinco guerrileros antifranquistas. Descubiertos por la policía, en la refriega calló un miembro de las fuerzas armadas. La familia López Digón pagó las consecuencias.
Vicenta López y su hijo, de veinte años, fueron detenidos. La niña Milagros vio cómo se llevaban a su madre y a su hermano a la prisión de Villafranca. Nunca pisaron la celda. Amparados en la impunidad del momento, fueron asesinados a medio camino. El crimen se disfrazó de intento de fuga.
Los cuerpos fueron enterrados, sin comunicación a la familia, uno sobre el otro, en una fosa anónima del cementerio de Villafranca: “el Jesús debajo y la Vicenta encima“, señala el parte oficial con la delicadeza lingüística habitual de los años oscuros.
Milagros emigró pero nunca olvidó a su familia asesinada. A su madre le escribió durante años cartas estremecedoras sin remite. Algunas fueron leídas el 5 de agosto de 2016 en el Teatro Gil y Carrasco de Villafranca, en medio del silencio y la emoción.
Allí estaba Emilio Silva, cuyo empeño en recuperar el cuerpo de su abuelo puso en marcha el mecanismo de la recuperación de la dignidad. Estaba el hijo del alcalde Gabelas, asesinado por representar la legalidad democrática. Estaba el actual alcalde, José Manuel Pereira, ejemplar en su intervención. Estaba Juan Carlos Mestre, ofreciendo el testimonio de la revelación poética. Y estaba Milagros, enterrando por fin a su madre.
El 5 de agosto de 2016 hubo un acto memorable en Villafranca. Cuando se acaben de hacer 117.000 actos como ese, el nuestro será un país más habitable.

COMO LAS VACAS AL TREN 
(El Día de León, 14, agosto, 2016)

sábado, 6 de agosto de 2016

La ciudades invisiles


Foto de Diane Arbus
Lo describe magistral Italo Calvino en “Las ciudades invisibles”. A veces “ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las facciones”.

Hace unas semanas, la bandera arcoiris ondeó en los balcones institucionales de Ciudad del Puente. Fue un gesto reivindicativo que se sube a la ola imparable dispuesta a limpiar los abundantes restos de homofobia que contaminan aún nuestro tiempo. Una ola que busca normalizar la diferencia, barrer atavismos reaccionarios y comportamientos de un integrismo incompatible con sociedades mínimamente saludables.

Y la bandera multicolor me llevó a otro tiempo y a otra ciudad. A una ciudad “sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre”, más fea, tal vez más rica, inevitablemente más sentimental: los lugares de la memoria habitan siempre los espacios contradictorios de la emoción.

Era aquella, hace cuarenta años, una ciudad de galanes de piscifactoría, legionarios de opereta bufa y avezados aprendices de macarra que acabaron temprano la carrera con un diploma breve en la sección de necrológicas después de enamorar a mujeres altas, bellas e inteligentes que se habían llamado Manolo.

Por lugares oscuros donde cabalgaba sobre su voz Janis Joplin aparecía a veces “La Susi”. Maquillaje, bolso, tacones y un andar que gravitaba sobre pechos recientes, imperfectos, turbadores. Indiferente a su condición de objeto risible para el hastío provinciano, valiente en su provocadora libertad frente a un pueblo que aún mostraba marcas de cadenas, inconsciente quizá de la luz que su presencia aportaba a la sucia oscuridad del momento. “La Susi” iba por la vida como los “freaks" que retrató Diane Arbus en el Nueva York de los cincuenta: sin temer lo que podría pasarle porque ya le había pasado.

“La Susi”, cronopio marginal en tierra de famas biempensantes antes que supiéramos de Cortázar e ignorantes aún de que se pudiera dar la vuelta al día en ochenta mundos, sufrió vejaciones, palizas y humillaciones. Ninguna justicia la amparó. No hubo titulares, ni comunicados, ni adhesiones. No había entonces días de orgullo ni cabalgatas festivas. Ni de lejos una tela arcoiris en el balcón consistorial en aquella ciudad invisible que era ésta en otro tiempo.

El Día de León (24, julio, 2016)

miércoles, 3 de agosto de 2016

En Oporto, con Gio


Estuve una noche con Gío Yáñez en Oporto. Él estudiaba en la ESMAE, una prestigiosa escuela de jazz que mira más hacia Nueva York que a Bruselas. Yo cumplía con el proteico rito del vagabundeo por las melancólicas cuestas de la ciudad que ve morir el Duero.

Cenamos en el Majestic, que es un rincón centroeuropeo al pie del Atlántico. Era ya tarde y los turistas habían abandonado Santa Catarina que, al anochecer, es una calle fantasmagórica sin rastro del trasiego comercial diurno. En un club cercano, escuchamos a un elegante clarinetista con modos a lo Artie Shaw, pero sin Ava Gardner ni Lana Turner.

Ni él ni yo lo sabíamos aquel día. La noche de Oporto fue testigo de complicidades eléctricas surgidas de una charla sobre libros, sobre músicos, sobre sueños.

Es un tipo alto y desgarbado, con unas neuronas que se desplazan con ese impulso rítmico al que denominan “swing”. Un día escuchó a John Coltrane y decidió que aquel espacio flotante tenía que ser su residencia en la tierra. Desde entonces, Gío escucha música como dice Steiner que lee libros un judío: “con un lápiz en la mano”.

El jazz es la música clásica del siglo XX. Su aparición rompe con la narrativa musical del momento con la misma potencia con la que Joyce o Proust liquidan a Balzac. Nacida del barro de la marginalidad, de la misma forma que no podemos entender a Bach sin el discurso cristiano no existiría el jazz sin la tragedia del negro afroamericano, el gran drama humano con el que se cimentó el desarrollo occidental.

Resistente a la homogeneización cultural, el jazz se ha elevado a una altura artística que ha evitado, seguramente sin proponérselo, la manipulación de la cultura de masas a la vez que las limitaciones solipsistas de la alta cultura. 

Una música que coquetea con la imprecisión y admite la incertidumbre escribe en sus partituras la dialéctica de la modernidad mejor que cualquier tratado sociológico. Se anticipa a la profecía de Benjamin cuando predijo que el gran botín de los amos ya no eran las plusvalías sino la cultura.

No recuerdo si hablamos de estas cosas aquella noche en Oporto. Sé que desde entonces ha publicado un par de discos rotundos y ha levantando en Ciudad del Puente un refugio para el talento como la Casa del Jazz. Y, en unos días, arranca su sueño de “Km. 251, Ponferrada es Jazz”. Un sueño que tal vez tuvimos años atrás. Una noche. En Oporto. Con Gío.

El Día de León (31 de julio de 2016)