Estuve una noche con Gío Yáñez en Oporto. Él
estudiaba en la ESMAE, una prestigiosa escuela de jazz que mira más hacia Nueva
York que a Bruselas. Yo cumplía con el proteico rito del vagabundeo por las
melancólicas cuestas de la ciudad que ve morir el Duero.
Cenamos en el Majestic, que es un rincón
centroeuropeo al pie del Atlántico. Era ya tarde y los turistas habían
abandonado Santa Catarina que, al anochecer, es una calle fantasmagórica sin
rastro del trasiego comercial diurno. En un club cercano, escuchamos a un
elegante clarinetista con modos a lo Artie Shaw, pero sin Ava Gardner ni Lana
Turner.
Ni él ni yo lo sabíamos aquel día. La noche de
Oporto fue testigo de complicidades eléctricas surgidas de una charla sobre
libros, sobre músicos, sobre sueños.
Es un tipo alto y desgarbado, con unas neuronas
que se desplazan con ese impulso rítmico al que denominan “swing”. Un día
escuchó a John Coltrane y decidió que aquel espacio flotante tenía que ser su
residencia en la tierra. Desde entonces, Gío escucha música como dice Steiner que
lee libros un judío: “con un lápiz en la mano”.
El jazz es la música clásica del siglo XX. Su
aparición rompe con la narrativa musical del momento con la misma potencia con
la que Joyce o Proust liquidan a Balzac. Nacida del barro de la marginalidad,
de la misma forma que no podemos entender a Bach sin el discurso cristiano no
existiría el jazz sin la tragedia del negro afroamericano, el gran drama humano
con el que se cimentó el desarrollo occidental.
Resistente a la homogeneización cultural, el
jazz se ha elevado a una altura artística que ha evitado, seguramente sin
proponérselo, la manipulación de la cultura de masas a la vez que las
limitaciones solipsistas de la alta cultura.
Una música que coquetea con la imprecisión y
admite la incertidumbre escribe en sus partituras la dialéctica de la
modernidad mejor que cualquier tratado sociológico. Se anticipa a la profecía
de Benjamin cuando predijo que el gran botín de los amos ya no eran las
plusvalías sino la cultura.
No recuerdo si hablamos de estas cosas aquella
noche en Oporto. Sé que desde entonces ha publicado un par de discos rotundos y
ha levantando en Ciudad del Puente un refugio para el talento como la Casa del
Jazz. Y, en unos días, arranca su sueño de “Km. 251, Ponferrada es Jazz”. Un
sueño que tal vez tuvimos años atrás. Una noche. En Oporto. Con Gío.
El Día de León (31 de julio de 2016)
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