domingo, 31 de marzo de 2013

La ilustración de nuestro presente

'Migrant Mother' (Florence Owens Thompson)
California, 1936. © Dorothea Lange




ESTA es la historia de una fotografía. O, mejor, de la mujer que aparece en esa fotografía. Se llamaba Florence Owens Thompson. Descendiente directa de indios cherokee, en 1936 tenía 32 años y siete hijos. Sobreviviendo en la carretera a duras penas, recogiendo cosechas en los campos californianos, Florence era una víctima anónima más en el desolador panorama de la gran crisis que había estallado siete años antes, en la opulencia insolente de Wall Street. Cuando la fotografiaron en una pose que tiene algo de virgen sufriente renacentista, había pasado el invierno alimentándose de congelados y de los pájaros que sus niños cazaban.

Acababa de vender las llantas de su coche para comprar comida cuando la encontró Dorothea Lange. Y esa es la segunda parte de la historia. Dorothea había estudiado fotografía en Nueva York. En 1929 abandonó su trabajo de estudio en San Francisco para retratar en la calle la realidad del desempleo y de la gente sin hogar. Finalmente, fue contratada por la administración Roosevelt para la actividad propagandística de su política del new deal. La serie de fotos a Florence en aquella cuneta se convirtió en el icono de una época y elevaron a Lange a la categoría de “fotógrafa del pueblo”.

Y la historia tiene un epílogo. Quizá dos. Primero. Ambas mujeres nunca se volvieron a encontrar. Lange murió en 1965 sin saber siquiera el nombre de la protagonista de la obra que le dio fama. Catorce años después, un modesto reportero local localizó a la madre de la foto. Acompañada de sus hijas, vivía humildemente en una caravana y declaró que “nunca quiso convertirse en icono de la miseria”.

Segundo. A finales de 2005, en plena euforia del mercadeo universal, un comprador pagó por aquella serie fotográfica casi 300.000 dólares en una subasta de Sotheby's. Este dato aparece en una reseña de La economía del miedo, un reciente libro de Joaquín Estefanía cuya portada ilustra la foto de Florence titulada “Madre migrante”.

¿Fin de la historia?. Estos días se han publicado datos sobre el número de personas en riesgo de pobreza en España. Casi doce millones de ciudadanos integran esa estadística, aproximadamente el 25% de la población total del país, con picos por comunidades absolutamente escandalosos, que superan el 41% en Extremadura o el 35% en Murcia, Andalucía y Canarias. ¿Fin de la historia?. Ayer supimos que, en el último mes, el Bierzo ha superado el techo histórico al alcanzar la cifra de 14.135 desempleados, lo que hace suponer un porcentaje de paro sobre la población activa superior a la media nacional.

¿Fin de la historia?. Yo creo que la de Florence Owens no es una historia. Es la ilustración de un pasado que se ha instalado en nuestro presente.

Fronterizos. Diario de León (3-febrero 2012)

No sólo a los inteligentes


Theo Angelopoulos, autor de películas interminables 
en las que, si consigues entrar, corres el peligro de quedarte 
a vivir en ellas para siempre

Y encima se muere en un estúpido y confuso accidente de tráfico Theo Angelopoulos, un director minoritario y radical, poco apto para los masivos paladares de hamburguesa actuales, autor de películas interminables y lentas en las que, si consigues entrar, corres el peligro de quedarte a vivir en ellas para siempre. 

Dicen que murió arrollado por una moto en una barrio periférico de Atenas, donde buscaba localizaciones para una próxima película en la que abordaba la crisis griega, que es nuestra crisis española y que es también la crisis de un sistema sin recambio conocido.

Angelopoulos pertenece a ese sector de la actividad artística poco dado a las concesiones industriales que durante un tiempo tuvo un hueco razonable en un mercado nunca masivo pero sí atento e interesado en propuestas exigentes para el espectador. Un mercado menguante al que en los últimos años se le ha ido cercando por la avalancha avarienta e imbatible de eso que denominamos con el anglicismo “mainstream” por la pereza de no usar un equivalente en castellano como “cultura de masas”, devorador ansioso de todo el espectro del consumo cultural.

En un contexto de cierres, recortes y pérdida de valor de la cultura como decisivo factor de formación de ciudadanía, días atrás se perpetraba la penúltima torpeza en esta materia, con el cese del director del Festival de Cine Gijón, José Luis Cienfuegos, que había construido un pequeño refugio para la creación independiente con muy buenos resultados no sólo artísticos, sino también económicos y de público.


Me llama la atención la primera declaración pública del sustituto de Cienfuegos: "no quiero sólo al público inteligente, sino a todo el mundo en las salas y volver a llenarlas. Con el máximo respeto, quiero a todo el público de Gijón y Asturias, no sólo a los inteligentes". En ese subrayado “no sólo a los inteligentes” se esconde toda una peligrosa declaración de principios digna de analizar desde lo político y lo artístico.

Unos principios en cuyo imaginario no tendría cabida la visión implacable pero decisiva para nuestro tiempo de tipos como Angelopoulos, como Erice o como Guerín. O como Joyce, como Kafka, como Beckett. Unos principios acordes con la “impotente anestesia ante la barbarie”, como diagnostica nuestro entorno cultural el poeta Antonio Martínez Sarrión.


En las pequeñas ciudades de provincias como Ponferrada, quedaba un pequeño hueco por donde asomaban tipos como Angelopoulos a través de los desaparecidos ciclos de Caja España, víctimas de la catástrofe financiera en la que nos movemos. Un pequeño daño colateral –pensarán en las alturas directivas–, sin grandes consecuencias. Al fin y al cabo hay que ofrecer propuestas no sólo para los inteligentes.

Fronterizos. Diario de León (27 enero 2012)

viernes, 29 de marzo de 2013

El Optimista en los días de Pasión


Son días para leer a tipos como Séneca...

DÍAS de santa pasión, de papones y paraguas, de corros de chapas rebajados por lo fiscal a entretenimiento arriesgado, apartado del lumpen sabroso y transgresor de la clandestinidad.

Días para leer a moralistas muertos que escribieron cuando Cristo andaba paseando su esquizofrenia por el mundo. Leer a tipos como Séneca, que llegó a la conclusión de que la religión es lo que la gente común ve como cierto, los sabios como falso y los gobernantes como útil.

Días que tienen algo de espejismo en los que Ciudad del Puente parece estar viva otra vez, como en otro tiempo lo estuvo.


¿Os acordáis de cómo era Ciudad del Puente cuando estaba viva? ¿Recordáis los comercios abiertos, las colas en los restaurantes, los suelos de las tabernas alfombrados de cáscaras de mejillones, las risas despreocupadas de las gentes que pagaban su hipoteca aunque nunca hubieran leído la letra pequeña?


Te encontraste estos días al Optimista de Ciudad del Puente después de varias semanas sin saber nada de él. Le hicieron, te contó, una propuesta de trabajo. La denominada "oferta Mariscos Recio". Un contrato con un horario "normal para media jornada: doce horas diarias".


También le preguntaron si querría cobrar desde el primer día. "No, hombre, hasta que no me veas con cara de hambre no te preocupes por esos detalles", le hubiera contestado Gila. El Optimista es persona reflexiva y ocurrente, pero no tiene el talento de Miguel Gila para las réplicas.


El Optimista ha vuelto al lugar más concurrido de la ciudad y en la Oficina del Desempleo se ha encontrado con algunos concejales, con uno que hasta hace unos días fue alcalde y con varios empresarios que ofertaban a precio de risa las llaves de su Bugatti.


Pero nada puede con él. Ahora dice que la movilización popular es lo único que nos puede socorrer del despropósito de este mundo al revés en el que hay que salvar a unos pocos a costa de hundir en la miseria a casi todos, en el que los partidos tradicionales se derrumban a derecha e izquierda y en el que la desfachatez se ha convertido en norma.


Ha recuperado del fondo del baúl los vinilos de Quilapayún y de Víctor Jara. El pañuelo palestino debió perderlo en algún traslado. Tampoco encuentra los libros de Noam Chomsky pero recuerda alguna de sus sentencias. Como aquella de que “la gente no sabe lo que está sucediendo y ni siquiera sabe que no lo sabe”. Ahora, dice, la gente ya empieza a saber lo que ha pasado y si hay que importar modelos como el del escrache no es más que como autodefensa.


Cuando hasta el propio Optimista se pone filoetarra, piensa uno, es que la espoleta de la bomba social ya está encendida. Y entonces, puede que los días de Pasión no se acaben el Domingo de Resurrección.

Fronterizos. Diario de León (29-3-2013)

miércoles, 27 de marzo de 2013

Secundario a su pesar

Steven Geray, con Rita Hayworth, en Gilda
VUELVEN a poner Gilda en ese lujo llamado “La 2” de Televisión Española. Y vuelve uno a quedar enganchado en ese homoerótico y turbio triángulo amoroso en la que luce sus trabajados encantos la sensualidad indefensa de Rita Hayworth, cuyos pecados, como bien ignora cualquier berciano, están enterrados en el cementerio de Cacabelos.

Pero esa es otra historia, hubiera dicho Moustache, el camarero parlanchín y cómplice que en Irma la dulce interpretó Lou Jacobi, uno de esos magníficos actores de carrera larga y papeles cortos cuyas caras quieren sonarnos pero de los que somos incapaces de retener el nombre, aunque sus apariciones en la pantalla dejen huella más profunda de la que indicaría la brevedad de sus personajes. Y es de eso de lo que uno quiere hablar: de la fascinación por los secundarios, convencido de que los mal diseñados echan abajo cualquier trama.

Por eso, ponen Gilda en “La 2” y se queda uno prendado con el hombre de los lavabos, el descarado Uncle Pío, el personaje que hace Steven Geray, un actor nacido en algún lugar del imperio austrohúngaro que hoy pertenece a Ucrania y del que, pese a haber participado en más de cien películas, sólo los cinéfilos más conspicuos podrían dar cuenta. Ese es el destino de los secundarios: unas pocas líneas en la difusa memoria de las enciclopedias y el mérito de haber compartido plano con, pongamos por caso, Humphrey Bogart o Bette Davis si nos llamamos Walter Brennan o Thelma Ritter.

Supongo que nadie nace con vocación de secundario, que es la vida, o el destino, o la suerte (táchese lo que no procede según las convicciones de cada cual) la que va encauzando el asunto con la arbitrariedad propia de la existencia. De ahí el material dramático que uno encuentra en esas biografías laboriosamente destinadas a convertir a sus artífices en grandes protagonistas de la historia pero que, aún alcanzado metas de importancia, llegan al final de sus días un par de peldaños por debajo de su objetivo.

Hace unos días enterraron a Manuel Fraga, un personaje que no ha pasado precisamente desapercibido en el último medio siglo de la historia española. Fraga fue franquista, conservador, demócrata, constitucionalista, centralista y galleguista. Y posiblemente todo a la vez. Alguien recordó la definición que de él hizo en la transición Antonio de Senillosa: “Fraga lo sabe todo y no entiende nada, Suárez no sabe nada y lo entiende todo”. Su fallecimiento ha generado toneladas de literatura periodística, que ha pivotado entre la acritud, la hagiografía y la rutina obituaria. Y en medio del estruendo uno sospecha que hemos asistido al último acto de un secundario a su pesar, destinado a la letra pequeña de los papeles de reparto.

Fronterizos. Diario de León (20 enero 2012)

martes, 26 de marzo de 2013

Fuego en el jardín

La cabeza zurbaranesca de Carnicer. 
Foto: Luis de la Mata (Diario de León
DECIDIDO a seguir el consejo de Jesús Courel, he dedicado estas tardes de niebla en las que Ciudad del Puente se sumerge en una quietud húmeda que afila el corazón de los melancólicos a escarbar en la obra de Ramón Carnicer, aprovechando el centenario de su nacimiento y el cincuentenario de la publicación de una de sus obras más conocidas, “Donde las Hurdes se llaman Cabrera”.

Recuerdo a Carnicer como un hombre alto, cordial, inteligente y ameno, que llegó a la literatura desde el rigor de una omnívora curiosidad intelectual y de unos principios éticos poco propicios para desenvolverse en un país de relajada solvencia en esas materias. Era como un hombre del 98 naufragado en las costas de la España gris del franquismo. Escribió un español culto, pulcro y puntilloso.

Publicó un puñado de deliciosos libros de viajes que son auténticos ensayos, sólidamente documentados, siempre dotados de una visión crítica bien argumentada y no exentos de un fino sentido del humor. En su primer libro de memorias reparo en un breve apunte, apenas un párrafo del penúltimo capítulo de “Friso menor”.

En 1976, al morir la madre de Doireann, esposa de Ramón, viaja la pareja a Camberley, una pequeña población del sur de Londres, para hacerse cargo de las propiedades de los suegros. Dos vidas muy largas han acumulado una ingente cantidad de fotografías, libros y papeles, imposibles de conservar. Doireann salva los diarios de sus padres y unos pocos recuerdos personales.

Carnicer describe la tristeza con la que un fuego en el jardín destruye lo desechado: “Al caer la tarde, tan triste en Inglaterra, las pavesas, alzándose en el aire, se hacían más visibles mientras, atizadas por mi, las lenguas de fuego iban destruyendo fotografías lejanas, cartas, manuscritos, recortes un día merecedores de atención, estímulos para unos recuerdos que no me pertenecen”. “Ahora –concluye Ramón–, al revisar todos mis papeles, imagino para ellos un futuro igual”.

Dicen que Leonardo Sciascia, reivindicando la vigencia como escritor de Luigi Pirandello tras ser cuestionado por la intelectualidad izquierdista italiana de los sesenta y arrojado al rincón de escritor burgués obsesionado con la forma, acuñó para el dramaturgo el adjetivo siciliano de spirdatu, “que es el nombre que dan en Sicilia al que ha visto de cerca a los fantasmas, especialmente al más aterrador de todos, el fantasma de uno mismo”.

En ese párrafo de sus memorias aparece un Carnicer spirdatu que se enfrenta al fantasma de sí mismo y de su memoria futura, conocedor de las dificultades de gestión de las herencias, especialmente de las escasamente dotadas en lo económico, aunque ricas en lo artístico, destinadas a alzarse por el aire en un fuego invernal en el jardín.

 Fronterizos. Diario de León, 12 enero 2012

Las horas que dura el Duero

Ernesto Escapa, a los pies quizá del Duero
ENTRÁBAMOS entonces en Portugal cumpliendo el rito de mostrar los papeles en las garitas fronterizas, de cambiar nuestras pesetas por sus escudos, de afinar el oído a esa lengua silbante y cariñosa. Era el extranjero más cercano para las tribus del noroeste y aquel juego turístico nos permitía viajar en el tiempo y sostener el espejismo de pasar a un país como el nuestro pero retrocediendo veinte años.

Luego desaparecieron las fronteras, los guardias de la Raya fueron trasladados y el contrabando pasó al territorio de las leyendas. Los portugueses vivieron también años de aparente prosperidad. Sus infraestructuras mejoraron y las ciudades parecían abandonar aquella decadencia de las metrópolis venidas a menos; aquella tristeza que era «la lucidez de la melancolía» que menciona Enrique Rojas.

El final de esta historia ya lo conocemos: un país en quiebra económica, intervenido por una autoridad monetaria que no sabemos muy bien quién es, y un Estado que busca desesperadamente cuadrar sus cuentas mediante una mayor presión fiscal y un recorte de derechos laborales y de aquel bienestar tan europeo con el que soñábamos. Un panorama que iguala ahora a los dos países de una península que perdió en algún momento de la historia su oportunidad de ser la República Ibérica, capaz de mirar hacia tres continentes con la dignidad orgullosa de las especies que han sobrevivido a todas las catástrofes.

Pienso en todo esto a los pies del puente de Luis I, esa escultura de hierro que ilustra las fotos turísticas de uno de los lugares más hermosos del mundo, entendiendo la hermosura como ese estado mental en el que uno se siente especialmente cómodo con muy poca cosa.

Ha llegado uno a Oporto acompañado de Corazón de roble, que es un libro honrado y erudito, muy adecuado para conducirse en el encanto crepuscular del sol de invierno en la Ribeira, al pie de un Duero que ya se acaba.

Ernesto Escapa, buen conocer de la vida intelectual de nuestra comunidad, es el autor de este libro que recorre la línea de agua que fue frontera medieval y es hoy la cuenca que define geográficamente Castilla y León, con permiso del rebelde Sil berciano, al que no le da la gana de bajar hacia el sur y busca la complicidad del Miño para llegar al mismo mar.

Escapa traza un itinerario cultural apasionante, en el que busca la compañía de escritores que han hecho de este territorio su patria, empezando por los del 98, a los que conviene regresar para encontrar dónde agarrarse. Y abre su relato con un poema en el que Gerardo Diego se pregunta cuántas horas dura el Duero hasta caer en el abismo oceánico.

Y aquí está uno, contando horas en este arruinado solar de clérigos, burgueses y artesanos al que tanto nos parecemos.

Fronterizos. Diario de León. 6 enero 2012