Foto: Luis de la Mata |
A Fermín López Costero le
gustaba tanto escribir libros como leerlos. No es una obviedad, aunque lo
parezca. Abundan en estos tiempos de infantilismo y postureo los escritores que
han publicado más que leído.
Para lo que se estila, Fermín
llegó tarde a la edición, pasados los cuarenta. Mantuvo sin embargo en la
última década y media una producción constante y notable: ocho títulos entre el
“Pequeño catálogo de historias breves” de 2003 y el ensayo sobre la revolución
irmandiña en el Bierzo que se presentó a mediados del último diciembre.
En su conversación aparecía
tanto el lector cuidadoso de olfato sobrado para distinguir entre las voces y
los ecos como el bibliófilo detallista que no oculta su punto de enamorado
fetichismo hacia el objeto más poderoso creado por el ser humano. También el
curioso que buceaba entre las pequeñas (o grandes) mezquindades del mundo
literario; el explorador de inéditos en busca de talento joven (a ser posible
de la cuenca del Sil), y el ciudadano perplejo ante la indiferencia y el
maltrato político y social por las cosas de la cultura.
Le preguntaron una vez por
sus fuentes literarias a la hora de escribir. Su inteligente respuesta nos
muestra a este entomólogo literario atento, curtido y riguroso: “las potables,
las cristalinas, las frescas, las mejores. Lo demás es beber en los charcos”.
En estos quince años de vida
editorial, Fermín abordó el ensayismo y la divulgación en un par de libros
sobre nuestro admirado Antonio Pereira y en el mencionado sobre los irmandiños.
También en numerosos trabajos de investigación, especialmente relacionados con
el patrimonio pictórico y monumental del Bierzo, desperdigados en revistas y
publicaciones periódicas.
Pero es en sus tres
atractivos poemarios y sus tres espléndidos libros de relatos breves donde el
talento de Fermín resplandece con singularidad. En su poesía hay un contenido
temblor, un tuteo dialogado con el más allá y una mirada entre irónica y
melancólica a lo cercano. En sus relatos breves, depurados hasta obtener el
filo perfecto, asoma la sorna galaicoberciana que viene de Pereira y de los
maestros del Noroeste brumoso. En este género obtuvo su mayor reconocimiento.
En él pudo cumplir su deseo de "vivir otras vidas, no sólo la que me
corresponde".
La muerte, la única certeza
en este periplo al que llamamos vida, se llevó a Fermín el jueves, después de
una larga y cruel enfermedad contra la que se defendió con tesón. Aunque ese
calendario no lo manejamos nosotros, se lo llevó antes de tiempo, sin dejarle
acabar esa novela sobre la bohemia de principios del siglo XX en Ciudad del
Puente, seguro que con más de un poemario pendiente de una penúltima revisión,
fijo que con muchos relatos en bruto a los que pasar la pulidora.
“Somos lo que queda después
del fuego”, decía un verso del poema con que cerraba su libro “La fatalidad”.
El fuego de Fermín ha sido breve pero luminoso. En una provincia de abundancia
y excelencia en materia literaria, él ha sido uno de los buenos escritores que
han dado las letras leonesas. Después del fuego de la vida nos deja por escrito
cenizas enriquecidas de las que seguiremos aprendiendo ya para siempre.
Como las vacas al tren. El Día de León (17, febrero, 2018)
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