Aquella pasión dialéctica en garitos sombríos que se llamaban “El Parnasillo” en los que se parían, al anochecer, revistas, dramas en verso y conspiraciones en prosa |
TE has ido por los cerros de Gil. Has tomado a Don Enrique como la mejor compañía posible para este calor mediático que causa estremecimiento y asco.
Un clima en el que asomarse a las páginas de internacional produce un vértigo de regreso al pasado, al disparo de Sarajevo que encendió la mecha de una guerra como nunca antes se había conocido. Intentas entender qué le ocurre al mundo, qué se oculta tras conflictos viejos, tras enfrentamientos nuevos. Y acabas volviendo a Marx (Don Carlos) cuando matizaba a Hegel y sostenía que la historia se repite: una vez como tragedia y la otra como farsa.
En la información nacional, el vértigo se transforma en arcadas y dan ganas de vomitar sobre ese campo de descomposición de un sistema que precisa de una profunda revisión ética pero en el que solo se atisban tenues correcciones estéticas. Y el hastío de lo local sabe a comida recalentada, a ingredientes sobados y escasamente inspirados.
Y te vas por los cerros de Gil, un berciano tímido, sensible e inteligente que quiso ser escritor y, mucho antes de que lo aconsejara Baroja, se fue a Madrid y se puso en la cola. Y en sus ocho años capitalinos fue testigo activo del tiempo más intenso del apasionante siglo XIX español.
El Madrid que recibió a Enrique Gil en 1836 era un hervidero intelectual, político y artístico comparable al que provocó, hace algo más de treinta años, el fenómeno de la “movida madrileña”. Las mismas ganas de cambiar después de las irrespirables décadas de Fernando VII, idénticos impulsos de crear rompiendo los corsés artísticos ilustrados, idéntica fijación con tendencias europeas que eran vistas como modelo de libertad deseables para nuestro país.
La misma sensación de que todo estaba por hacer y era el momento de hacerlo; las mismas ganas de epatar en la forma de vestir; la misma pasión dialéctica en garitos sombríos que se llamaban “El Parnasillo”, en los que se parían, al anochecer, revistas, dramas en verso y conspiraciones en prosa; la misma necesidad de pasmar a los biempensantes que olían a cirio y a sacristía. Y, a la postre, el mismo desencanto nihilista, los mismos bandazos reaccionarios, interesados o corruptos que ponían palos en las ruedas de la modernidad.
A los colegas de Enrique Gil se les llamaba “románticos” y aquella tribu urbana provocaba polémicas en los teatros, estremecimientos en la autoridad y ardientes debates en los periódicos, no menos encendidos que los que las primeras crestas punk que se vieron por los garitos de Malasaña causaron en la España de los primeros ochenta, recién salida de un franquismo también fernandino.
Y así, por los cerros de Gil, vuelves a darle la razón a Marx (Don Carlos) cuando matizaba a Hegel.
Fronterizos. Diario de León (1, agosto, 2014)
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