Antonio Gómez Ortega optó por ponerse
del lado del estafado, no del estafador
Foto: Diario de Jaén
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UNA reciente película de Margarethe Von Trotta ha vuelto a poner el
foco en la obra de Hannah Arendt. Especialmente en su meditación sobre
el concepto de la “banalidad
del mal”. Arendt cubrió para una
revista americana el juicio al coronel nazi Adolf Eichmann en Jerusalén y la publicación de su trabajo
levantó una enorme polvareda política e intelectual.
La
escritora norteamericana
describió a Eichmann no como un malvado demonio, sino como un hombre corriente
con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi,
con su inherente antisemitismo, y que la puso en práctica con disciplina y
aplicación. Encargado de organizar la logística del transporte de la población
judía hacia los campos de concentración, cumplió las órdenes con obsesión
estadística y el esmero y la precisión de un burócrata ejemplar.
“No
penséis que el mal se oculta en criaturas extraordinarias: el mal se puede
cobijar en un individuo tan banal y normal como Eichmann, que se limitaba a
hacer lo que le ordenaban porque ese mundo rígido, ordenado y cotidiano le daba
seguridad” explica Jesús Ferrero enjuiciando esa tesis.
Me vino a
la cabeza el asunto estos días, después de conocer el caso de Antonio Gómez Ortega, una especie de envés de Eichmann. Antonio dirigía una oficina de Caja
Madrid. Siguiendo instrucciones superiores y usando la confianza ciega de los
pequeños ahorradores en los directivos bancarios de provincias, se convirtió en
un espléndido vendedor de preferentes, colocando más de dos millones de euros
en estos tóxicos productos de cuya letra pequeña, confiesa Antonio, ignoraba
tanto como los propios compradores.
Antonio
empezó a sospechar algo raro cuando uno de sus clientes le pidió el reintegro
de la inversión y la entidad se hizo la remolona. Resolvió este primer
caso usando de su trato personal con el entonces presidente Blesa, pero también comenzó a ayudar a sus vecinos a recuperar el dinero enterrado en el tocomocho bancario
y a aconsejarles que no lo metieran en lo que ya era un agujero sin fondo.
Caja
Madrid premió esta buena acción poniendo a Antonio en la calle. Y esta vez no
sirvió de nada su relación con Blesa, que jamás contestó la desesperada
petición de intermediación del empleado despedido a través de un correo
electrónico ahora conocido, integrante de lo que ya es un clásico del
microrrelato judicial.
Al
contrario que Eichmann, fiel cumplidor de las órdenes independientemente de su
contenido moral, Antonio cumplió con su trabajo hasta que optó por ponerse del
lado del estafado, no del estafador. Antonio se alejó del mal a tiempo y
pagando un alto precio. Me pregunto cuánto mejor nos iría si, como Antonio,
fuéramos capaces de luchar contra la banalidad del mal.
Fronterizos. Diario de León (24, enero, 2014)
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