Me citaron a Voltaire hace tiempo:
No comparto lo que dices, pero defenderé hasta
la muerte tu derecho a decirlo
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ME citó a Voltaire hace tiempo un político en
activo (conservador, para más señas) al que no le había gustado alguna opinión
vertida sobre no sé qué cosa en no me acuerdo qué medio: No comparto lo que
dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.
Esto
debió suceder hace varios miles de años, cuando el concepto de libertad de
expresión era una conquista tan reciente que era asumido a diestra y siniestra,
cuando la capacidad de escandalizarse ante la opinión discordante era minoritaria,
cuando el personal no se la cogía con papel de fumar y si los pareceres de
alguien no le gustaban sencillamente procuraba no verse en la obligación de
escuchar o de leer a ese alguien.
Ahora
andamos siempre con la escopeta cargada, somos incapaces de colocar en el
contexto adecuado una opinión, de relativizar la trascendencia de una
declaración mediática, de analizar la personalidad del autor de una afirmación
para entender su sentido último. Y ya no nos conformamos con criticarla, o con
ensañarnos en las redes sociales, o con injuriar sin coste alguno en los
mensajes anónimos de los digitales.
No.
Ahora queremos sangre. Pedimos la guillotina en la plaza pública contra el
discrepante, el iconoclasta, el provocador o, en ocasiones, el tonto de turno
que busca sus quince obligados minutos de notoriedad. O directamente le
atacamos donde más duele: lo censuramos, como en los viejos tiempos.
Le
pasó a Pepe Rubianes, un Dario Fo galaico catalán al
que se vetó en Madrid por unas declaraciones televisivas tomadas al pie de la
letra. Lo ha sufrido el bufón Leo Bassi, contra el que llegaron a poner una
bomba en el teatro. Lo ha padecido el siempre incómodo Albert Boadella por
salirse de la línea de la corrección política del nacionalismo catalán.
Lo sufrió Carmen Machi, a la que se intentó
boicotear en Barcelona por haber firmado el manifiesto de artistas “A favor de Cataluña en España”. Lo
aguantó la compañía de danza “Kukai” por montar un hermoso espectáculo a partir
de textos del mejor poeta vasco de todos los tiempos y preso etarra en los
ochenta, Joseba Sarrionandia.
Y, mas recientemente, se le echaron al cuello a Ana
Zamora por decir que es nuestra obligación intentar cambiar esta mierda de
mundo que tenemos. Y en un pueblo de Sevilla se acaba de suspender la
representación de una obra de teatro en la que salía la Virgen por presiones de
las cofradías locales. Y ayer, el Consejo de Administración del Teatro
Jovellanos de Gijón decidió rescindir el contrato a Albert Pla, por una
declaraciones propias de un tipo heterodoxo y disparatado como Pla.
Y se queda uno perplejo. Y recuerda uno a aquel político
(conservador, para más señas), que hace miles de años le citó a Voltaire.
Fronterizos. Diario de León (18, octubre, 2013)
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