Soñaste con multitudes insomnes que vagaban por una ciudad sin nombre |
HABÍAS pasado tanto tiempo con aquel viejo poeta que acabaste por contagiarte de su insomnio. Charles Simic apenas duerme desde el Domingo de Ramos de 1941, cuando los bombarderos nazis lanzaron su primera operación de castigo sobre Belgrado.
Simic
tenía entonces tres años y recuerda llamas en la noche de la capital serbia,
que tiene el dudoso privilegio, te recordó, de ser la única capital europea
bombardeada por los alemanes al principio de la guerra, por los aliados en 1944
y por la OTAN en 1999. Al lado del metafísico de las tres de la madrugada te
acostaste estos días para escuchar la serenata del gato bajo la ventana de la
habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad.
Contaminado
por el insomnio de Simic y sin un disco a mano de Charlie Parker con el que bailar enloquecido al alba, encontraste ya
iniciada en un canal perdido de televisión aquella película de la que tan buen
recuerdo tenías.
Salía en ella Lee Marvin, inconmensurable, y un jovencísimo Clint Eastwood, y la
belleza inquietante de Jean Seberg. Parecía un western pero “La leyenda de la ciudad sin nombre”,
aquella historia del auge y caída de un poblacho minero californiano
transformado en una ciudad anárquica y feliz donde la única norma era que no
había normas, se escapaba por las costuras de los reglamentos de género.
Los
protagonistas viven su heterodoxo triángulo aceptado por una población ocupada
en derrochar el oro en prácticas de gran interés para el espíritu: beber, jugar
y fornicar, no necesariamente en ese orden. Cuando aparece un predicador que
reprocha a los vecinos aquella vida disoluta un ciudadano pregunta
inocentemente “¿Qué es un fornicador?”. “No lo sé –le responde otro-, no soy
hombre religioso”.
El antihéroe concibe un plan para hacerse con el polvo de
oro que se pierde convirtiendo el subsuelo de la ciudad en una tupida red de
galerías. Pero a esa Arcadia dichosa llega el orden en forma de familia de
granjeros y acaba literalmente hundida en el fango a causa de las excavaciones.
El insomnio debe producir interferencias neuronales y en
aquel desplome del decorado hollywoodiense tú estabas viendo el naufragio de
Ciudad del Puente; el declive de una comarca minera en la que se bebió, se jugó
y se fornicó con ánimo legendario; el aplastamiento de una provincia en la que
el dinero bajaba todos los días de un tren humeante y ruidoso.
Acabaste volviendo al serbio que creció en las ruinas de
la posguerra europea y que mantiene que todo poema es un acto de desesperación.
“Los inútiles, los pesados, los mahumorados y los reprimidos sexuales sueñan
con legislar su impotencia”, te dijo.
Luego te dormiste. Y soñaste con multitudes insomnes que vagaban por una ciudad sin nombre.
Fronterizos. Diario de León (19 julio 2013)
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