En el bar de mi calle beben
por la noche cocodrilos
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MI calle debió ser, en
tiempos, muy importante. La marcaron caminantes que venían a este lado del
mundo en un tiempo tan remoto que ni siquiera existía la ciudad.
Después, cuando
por ella pasaban al amanecer los camiones en los que saltaba el pescado más
fresco de La Coruña, el que se iban a cenar unas horas después en la capital,
le pusieron el nombre reservado a las mejores avenidas de aquel país uno,
grande y libre.
Creo que ya
habían dejado de pasar camiones de pescado por mi calle cuando fue depuesto el
rey del callejero nacional y su nombre empezó a desaparecer con la misma
rapidez con la que había aparecido, cuarenta años antes.
Ya era mi
calle por entonces el centro comercial de una ciudad más bien tirando a fea,
pero en la que la gente volvía del trabajo con la cara tiznada y muchas ganas
de cerveza fría. Una ciudad con tiendas de ultramarinos, mercerías servidas por
viudas de posguerra, guarnicionerías que perfumaban barrios con su olor antiguo
de cuero, almacenes que vendían ropa confeccionada aquí al lado y sastres que
cobraban a plazos el traje de domingo.
En mi calle
había una ferretería que era infinita como la biblioteca de aquel cuento de
Borges. También sobrevivía una churrería que podría haber fundado Valle Inclán,
en la que los jóvenes modernistas de finales de siglo amanecían con los ojos
cargados de esperanza y orujo.
Hace unos años
la abrieron en canal, le renovaron las tripas y le pusieron unas baldosas muy
monas y tan resbalosas que cuando llueve hay que ir palpándolas. También
plantaron unos magnolios que lucen ahora fuertes y esbeltos, alimentados por
los cadáveres de peregrinos medievales que decidieron morirse por aquí.
Resplandecía tanto mi calle que hasta abrieron en ella una condonería como
guiño pícaro de promesas de felicidad.
Los
magnolios son lo único fuerte que le queda a mi calle. En los últimos tiempos
le ha entrado un virus que aleja de ella a los clientes de los pocos comercios
que aún se mantienen abiertos. Es un virus que provoca escaparates sucios y
vacíos, aceras de silencio y paredes empapeladas con anuncios de shows porno.
Estoy temiendo que el virus de mi
calle sea contagioso. La infección ha traspasado ya sus límites y se extiende
hacia el oeste, más allá de la Plaza de Lazúrtegui. Creo que ya ha contaminado
a la tienda del gallego más poderoso del mundo. Pronto otros establecimientos
serán también emponzoñados.
Queda un bar en mi calle. Por la noche beben en él cocodrilos
en los que brillan, aún con cierta dignidad, canas y calvas. A veces ponen un viejo
disco de vinilo de “Lone Star”. Una canción que habla de un lugar oscuro donde
no llega la luz. Se titula "Mi calle", pero yo no sé si estamos
hablando de la misma calle.
Fronterizos. Diario de León (21, junio, 2013)
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