viernes, 21 de junio de 2013

La pequeña historia de mi calle


En el bar de mi calle beben 
por la noche cocodrilos
MI calle debió ser, en tiempos, muy importante. La marcaron caminantes que venían a este lado del mundo en un tiempo tan remoto que ni siquiera existía la ciudad.

Después, cuando por ella pasaban al amanecer los camiones en los que saltaba el pescado más fresco de La Coruña, el que se iban a cenar unas horas después en la capital, le pusieron el nombre reservado a las mejores avenidas de aquel país uno, grande y libre.

Creo que ya habían dejado de pasar camiones de pescado por mi calle cuando fue depuesto el rey del callejero nacional y su nombre empezó a desaparecer con la misma rapidez con la que había aparecido, cuarenta años antes.

Ya era mi calle por entonces el centro comercial de una ciudad más bien tirando a fea, pero en la que la gente volvía del trabajo con la cara tiznada y muchas ganas de cerveza fría. Una ciudad con tiendas de ultramarinos, mercerías servidas por viudas de posguerra, guarnicionerías que perfumaban barrios con su olor antiguo de cuero, almacenes que vendían ropa confeccionada aquí al lado y sastres que cobraban a plazos el traje de domingo.

En mi calle había una ferretería que era infinita como la biblioteca de aquel cuento de Borges. También sobrevivía una churrería que podría haber fundado Valle Inclán, en la que los jóvenes modernistas de finales de siglo amanecían con los ojos cargados de esperanza y orujo.

Hace unos años la abrieron en canal, le renovaron las tripas y le pusieron unas baldosas muy monas y tan resbalosas que cuando llueve hay que ir palpándolas. También plantaron unos magnolios que lucen ahora fuertes y esbeltos, alimentados por los cadáveres de peregrinos medievales que decidieron morirse por aquí. Resplandecía tanto mi calle que hasta abrieron en ella una condonería como guiño pícaro de promesas de felicidad.

Los magnolios son lo único fuerte que le queda a mi calle. En los últimos tiempos le ha entrado un virus que aleja de ella a los clientes de los pocos comercios que aún se mantienen abiertos. Es un virus que provoca escaparates sucios y vacíos, aceras de silencio y paredes empapeladas con anuncios de shows porno.

Estoy temiendo que el virus de mi calle sea contagioso. La infección ha traspasado ya sus límites y se extiende hacia el oeste, más allá de la Plaza de Lazúrtegui. Creo que ya ha contaminado a la tienda del gallego más poderoso del mundo. Pronto otros establecimientos serán también emponzoñados.

Queda un bar en mi calle. Por la noche beben en él cocodrilos en los que brillan, aún con cierta dignidad, canas y calvas. A veces ponen un viejo disco de vinilo de “Lone Star”. Una canción que habla de un lugar oscuro donde no llega la luz. Se titula "Mi calle", pero yo no sé si estamos hablando de la misma calle.

Fronterizos. Diario de León (21, junio, 2013)

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