CONTADA en una secuencia de Traffic,
aquella película sobre el conflicto del narcotráfico, la anécdota se le
atribuye a Kruschev, el líder soviético que rompió el velo del estalinismo.
En ella, un mandatario saliente se entrevista con su sucesor, al que le entrega dos cartas. «Cuando tenga un problema realmente grave, abra la primera y se solucionará», le dice. «Si vuelve a tener otro problema serio, abra la segunda».
En ella, un mandatario saliente se entrevista con su sucesor, al que le entrega dos cartas. «Cuando tenga un problema realmente grave, abra la primera y se solucionará», le dice. «Si vuelve a tener otro problema serio, abra la segunda».
Al poco tiempo, cuando el recién llegado al poder se enfrenta a un
momento extremadamente crítico, recuerda el consejo y abre la primera carta.
«Écheme a mí la culpa», dice el texto. Así lo hace y milagrosamente logra superar
la crisis.
Pero al poco tiempo vuelve a estar colapsado por otro asunto y no tiene más remedio que recurrir a la segunda carta. «Escriba dos cartas», le recomienda categóricamente el segundo texto.
El hasta hace unos días responsable de opinión de este periódico me habría advertido que esta historia ya la había contado hace tiempo en otra columna pero Vicente Pueyo, en su infinita paciencia de buen profesional y de mejor persona, me lo perdonará desde su nueva plaza de editor de la memoria del tiempo, que nos enseña que aunque la vida se vive hacia delante sólo se comprende hacia atrás.
Pero al poco tiempo vuelve a estar colapsado por otro asunto y no tiene más remedio que recurrir a la segunda carta. «Escriba dos cartas», le recomienda categóricamente el segundo texto.
El hasta hace unos días responsable de opinión de este periódico me habría advertido que esta historia ya la había contado hace tiempo en otra columna pero Vicente Pueyo, en su infinita paciencia de buen profesional y de mejor persona, me lo perdonará desde su nueva plaza de editor de la memoria del tiempo, que nos enseña que aunque la vida se vive hacia delante sólo se comprende hacia atrás.
El caso es que estamos en días
de mudanza política, un tiempo ideal para escribir esas dos cartas en que se
resume el ejercicio del poder, ese juego de equilibrismo que tantos aficionados
tiene y en el que tanto se echan de menos a los auténticos profesionales:
siempre es preferible tratar con un malvado inteligente, con un verdadero
profesional de la maldad, que con un perfecto idiota, por muy santo que sea.
Ahora, el amateurismo político prefiere destruir el papel acumulado en los archivos del mando en vez de escribir en él cartas a sus sucesores. Cartas educadas en las que, además de aconsejar la práctica epistolar, se resuma la situación que todos intuimos: no hay un duro en la caja y el único papel que se van a encontrar es el de las abundantes facturas sin abonar.
Pero el cuento ha cambiado mucho desde los tiempos en los que en el mundo tenía dos bloques y sabíamos quien era el enemigo aunque no tuviéramos claro quien era nuestro amigo.
Ahora, el amateurismo político prefiere destruir el papel acumulado en los archivos del mando en vez de escribir en él cartas a sus sucesores. Cartas educadas en las que, además de aconsejar la práctica epistolar, se resuma la situación que todos intuimos: no hay un duro en la caja y el único papel que se van a encontrar es el de las abundantes facturas sin abonar.
Pero el cuento ha cambiado mucho desde los tiempos en los que en el mundo tenía dos bloques y sabíamos quien era el enemigo aunque no tuviéramos claro quien era nuestro amigo.
Ahora, en el muladar en que hemos convertido la cosa pública,
hay quien sin pisar siquiera moqueta va culpando a destiempo a sus antecesores
de todos los males, quemando antes de lo que sería aconsejable un cartucho que
pronto necesitará.
«La sociedad no puede cambiarse, pero el hombre, sí», declaró hace algún tiempo Jorge Semprúm, que también nos ha dejado, cansado de este desasosegante principio de siglo y colocando a Rimbaud antes que a Marx. Las opciones están claras: transformar el mundo, cambiar la vida o escribir dos cartas.
«La sociedad no puede cambiarse, pero el hombre, sí», declaró hace algún tiempo Jorge Semprúm, que también nos ha dejado, cansado de este desasosegante principio de siglo y colocando a Rimbaud antes que a Marx. Las opciones están claras: transformar el mundo, cambiar la vida o escribir dos cartas.
Fronterizos. Diario de León (10-6-11)
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