ANDAMOS por este lado del mundo como la Isabel de
aquel cuento de Márquez, viendo llover en este Macondo asolado, donde el cielo
se ha convertido en "una sustancia gelatinosa y gris" que aletea a
una cuarta de nuestras cabezas.
Cae agua con la misma inclemencia con
la que el poder nos pide un nuevo sacrificio, arrastrando sin misericordia todo
lo que creímos justo. Los botes salvavidas ya han sido ocupados por los
pasajeros de primera clase. Los oficiales al mando hace tiempo que abandonaron
la nave.
La tripulación comercia con los
harapos de los pasajeros. Tal vez planean poder dejar un cadáver emperifollado.
Hay mucha rabia en los camarotes de la quilla pero el barco está perfectamente
diseñado para que, en caso de emergencia, sólo perezcan los que están por
debajo de la línea de flotación.
Y mientras el agua va penetrando
hondo en nuestros sentidos, nosotros tomamos notas para nuestro monólogo, como
Isabel viendo llover en Macondo.
Como necesitamos desesperadamente
donde agarrarnos, antes de que acabemos en el océano donde han decidido
descargar las cosas que no pueden venderse, nadamos hacia la rama de los
regeneracionistas, de los que pensaron siglos atrás sobre otra decadencia
nuestra, que tal vez sea siempre la misma.
Aparece entonces un hidalgo
caballero, que no es de la Mancha, sino nacido en Chinchón, y no responde al
nombre de Quijote, sino al más castizo de Pepe. Y con una voz que viene de un
tiempo en el que los cómicos aprendían el oficio escuchando nos habla de la edad
dichosa en la que “los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo
y mío”.
Y entendemos
entonces que hay que llamar al loco
de los libros de caballerías “para que nos ayude a desenmascarar a los
mercaderes de sueños, que nos oprimen con sus deseos de codicia”.
Buscamos
más cerca y algún vástago donde sujetarnos aparece. “El Bierzo de hoy no es el Bierzo de otros tiempos; de él
solo restan recuerdos de su grandeza pasada. El Bierzo es al presente una comarca pobre, olvidada de
todos los gobiernos, que jamás fijaron en ella la preferente atención a que la
hacen acreedora sus dones naturales”.
El día en el que el vecino de
Cacabelos Castaño Posse escribió esto, debía llover sobre la comarca con las
mismas ganas y la misma mala leche con la que llueve hoy, ciento y pico años
después. Ahora solo nos queda hacer parodia, y convertir el “vamos a entrar en
un país encantado” anotado por José María Quadrado en 1855 en “vamos a entrar
en un país arruinado”.
Cuando dejó de llover en Macondo, la Isabel de Márquez se encontró frente a un estado perfecto que
debía ser muy parecido a la muerte. Así estamos nosotros: revisando
bibliografía para entretenernos en la sepultura que tan bien nos están cavando.
Fronterizos. Diario de León (12 abril 2013)
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