HAY libros que los carga el Diablo. Abres una página en las Islas Caimán y en el noroeste peninsular un cohete de feria puede derribar un helicóptero de la policía.
Por eso hay que
abrir los libros con la delicadeza de un artificiero o puedes acabar como aquel
manchego escuálido que enloqueció leyendo novelas como de
templarios-busca-griales y murió diciendo «ahora lo comprendo todo».
Hay libros que
envuelven su nadería en portadas hermosas y vacías como un perfume caro y otros
que disparan desde su primera página con balas de nube directas al corazón.
En
la portada de «Un hombre llamado teatro» aparece el aula de un polaco loco que
decía ser Tadeusz Kantor y hacía llorar a los maniquíes lágrimas de una
infancia clavada con precisión de relojero en el disco duro de la memoria.
Y
dentro se ha colado otro loco al que llamaban Fernando Urdiales, que abandonó
un empleo fijo en el psiquiátrico para montar una perturbadora compañía de
teatro que anda por los páramos de Celama recitando a Calderón y renegociando
deudas.
Los amigos le han
hecho un libro colectivo que es una sinfonía en el que sale Fernando
desnudándonos con la mirada de Boris Karloff y una sonrisa de arcipreste ateo
que abre libros para buscar a Dios y los cierra charlando con el Diablo. Es lo
que tiene el viaje desde el dogma maoísta a la modernidad del auto sacramental
sin renunciar al uso no moderado de las drogas legales.
Hay otro libro en
cuya portada salimos todos. Se basa en la obra de un alquimista atrapado en una
ciudad de provincias fea, católica y sentimental. Decía llamarse Amalio
Fernández y en los años cincuenta, a las afueras de Ponferrada, introdujo a un
hombre en una gabardina que camina con paso decidido al borde de la vía,
cargando en el hombro (poco sé de instrumentos) un laúd, quizá una bandolina,
tal vez una bandurria.
Es una foto que
Amalio disparó hace sesenta años y que hoy nos muestra el camino hacia la
niebla de nuestro porvenir. Ilustra la tapa de La bicicleta del panadero,
otro libro cargado por el Diablo de los presagios que firma uno que a veces se
hace pasar por un tal Juan Carlos Mestre.
Este es un libro que hay que
abrir con traje de faena porque te mancha las manos de harina, te arroja a la
cara más preguntas de las que se pueden contestar y te enfrenta a la música de
los acordeones huérfanos.
Pero,
ahora que lo pienso, ¿qué hace uno escribiendo sobre libros que muy pocos
leerán en este territorio comanche donde los alcaldes toman café con escolta
policial, los concejales se encierran en horas de oficina y el único producto
con posibilidades comerciales es la maleta?
Esto va a ser cosa del diablo, que
no perdona a los pecadores amarrados a esas antiguallas encuadernadas.
Fronterizos. Diario de León (22-6-12)
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