Jerónima Blanco y su hijo,
Fernando Cabo, asesinados
en Ponferrada en 1936.
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¿Cómo eran
los asesinos de Jerónima Blanco Oviedo, esa niña de 22 años enterrada junto a
su hijo de tan sólo tres en un barrio que entonces apenas tenía nombre?
¿Qué
ideología justifica este ensañamiento? ¿En qué venenoso discurso se apoyó el
hombre que disparó y enterró a una mujer a la que ahora vemos mirando asustada
a la cámara, con la elegancia de los humildes, mientras su mano derecha dibuja
el gesto de proteger a su niño, vestido con tirantes y pantalones cortos?
En
agosto de 1936 hacía más de un mes que la guerra relámpago había terminado en
la Ciudad del Puente pero, como decía el personaje protagonista de Las
bicicletas son para el verano, no había llegado la paz: había llegado la
victoria.
¿De quién era enemiga esta mujer que esperaba otro hijo y a un marido
combatiente en el frente asturiano? ¿Qué peligro representaba? ¿Para quién era
una amenaza?
El dinero y los cadáveres siempre dejan huella, dice una cínica
frase extraída de alguna novela negra. Y en las cunetas de esta tierra, en las
cunetas de muchas tierras lejanas y cercanas, siguen apareciendo huellas de
tiempos difíciles de olvidar, a los que tenemos que enfrentarnos desde el
conocimiento y el convencimiento del valor de la vida.
El calor de venganzas
imposibles de entender mató el 23 de agosto de 1936 a Jerónima y a Fernando y
sus restos, hoy, duelen como agujas.
Fronterizos. Diario de León (20/07/2008)
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