Están por un lado lo que dicen sí. Aplauden bovinamente al líder. Se dejan el dedo en el teclado poniendo “megustas” y retuiteando ocurrentes consignas. Merodean en torno a cualquier núcleo de poder presente o pendiente, calculando la ocasión propicia para sentarse a la mesa.
Luego está la gran masa flemática a la que se le aplica la norma que usaba frecuentemente con su gracia golferas Juan Luis Galiardo: “al amigo, el culo; al enemigo por culo y al indiferente la legislación vigente”.
Y quedan después unos pocos que dicen no. No los profesionales del no. No los del “de qué se trata, que me opongo”, que abundan y estorban más que ayudan. Es otro tipo de no.
Recordaba semanas atrás mi admirado Eduardo Aguirre una inquietante secuencia de “Cabaret” en la que se ejemplifica a estos seres de los que hablo, con el talento del maestro Fosse, en un par de minutos de celuloide.
En ella, el libertino aristócrata que acepta como mal menor la violencia nazi contra los comunistas en el Berlín de los años treinta, disfruta de la plácida campiña alemana con el estudiante británico que, junto a la alocada bailarina que interpreta Liza Minelli, protagonizan la película.
Un seráfico adolescente entona con la voz limpia de la juventud una bellísima canción que habla de ciervos que corren libres, de soles cayendo sobre la pradera y de hijos que esperan la llamada de la patria. “El mañana me pertenece”, repite el vibrante estribillo.
El joven viste el uniforme pardo decorado con la esvástica. Todos los clientes de la taberna acaban cantando a coro, de pie, con entusiasmo creciente, salvo un anciano que permanece sentado, mohíno y cabizbajo. Lo que empezó como melodioso canto acaba como terrible amenaza. “¿Sigues creyendo que les pararéis los pies?” pregunta el estudiante al noble alemán.
El anciano es de los que dicen no. Hay que tener mucho valor para contradecir a la masa enfebrecida.
Otro ejemplo, del mismo momento histórico, es el de August Landmesser. Su foto ha circulado mucho por la red. Es el único que se cruza de brazos en medio de una multitud de obreros alemanes haciendo el saludo nazi en una escena captada en los astilleros de Hamburgo.
Había que tener mucho valor para no levantar el brazo en la Alemania de 1936. El mismo que para afiliarse a un sindicato de clase en la España de los sesenta, mantener relaciones homosexuales en la Cuba castrista o ponerse delante de una columna de tanques durante las protestas de la Plaza de Tiananmén.
En el lamentable clima de derrumbe político en el que nos movemos abundan los que han hecho de decir sí su carrera. Son mayoría en los lugares donde se toman las grandes decisiones. Han aprovechando con éxito el hueco que van dejando las personas válidas, razonables, honradas y competentes, que han huido de la actividad política, asqueados por la sumisión, la mediocridad y la mezquindad que rodea su práctica.
Por eso estamos en este cruce de caminos hacia ninguna parte. Por la incapacidad de izquierda y derecha de articular discursos, de captar a los mejores, de organizar estrategias de comunidad. Por el ensimismamiento de los que llevan toda la vida diciendo sí y la voluntaria marginación de los capaces. Por no buscar a los que dicen no.
Miren a su alrededor. Localicen a esa gente que dice no. Nos hacen falta.
Como las vacas al tren. El Día de León (28, octubre, 2017)
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