EN
estos inciertos momentos de la historia, los cocineros vienen a ser algo así
como los telepredicadores del hedonismo, que difunden un cielo de placeres
mundanos más al alcance de los intereses medios que la difusa y contemplativa
vida eterna de la vieja religión. Es decir: si Dios ha muerto, comamos que
nadie nos ve y, además de mover la economía, fabricaremos suculentos cadáveres
para los gusanos.
De esta manera, las estrellas de la cocina alcanzan espacios
antes reservados a la creación y sus propuestas ocupan los huecos que el
pensamiento y la belleza van dejando en una sociedad decadente que intenta
equilibrar sus vacíos mentales con tortillas de patata deconstruídas y platos
de diseño que colmarían los sueños de un senador romano.
Este indudable avance
de la humanidad que es la gastronomía como referente social (¡pobre de aquel
disidente que, en estos tiempos, no sea capaz de mantener una conversación
mínimamente documentada sobre el vino!) está afectando de forma notable a la
dialéctica de la lucha de clases, de manera que aquellos productos que
surgieron del hambre y el aprovechamiento extremo de los recursos son hoy
reverenciados en las más notables mesas.
En un templo de referencia de la nueva
religión, hemos sabido esta semana que se incorpora como plato preferente un
ravioli elaborado con el jugo de la mejor carne del botillo y con una
guarnición «de esa lechuga berciana que llaman berza», según docta explicación
del director del Zalacaín.
Si recientemente los análisis de ADN habían revelado
que las orquídeas son parientes directos de los espárragos, con grave daño de
la ciencia a la poesía, la condición hidalga de lechuga para la berza plebeya
cubre las expectativas de este cervantino retablo de las maravillas en que se
ha convertido nuestro mundo.
Fronterizos. Diario de León (18-enero-2004)
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