Ciudad del Puente tiene un cogollo urbano crecido a lo largo del siglo XX que está rodeado de una piel rural, mermada en vecinos pero rotunda en naturaleza. Una piel que se cierra por el sur en valles remotos, silenciosos, de paciencia eremítica.
Contra este sur de Ciudad del Puente se ha perpetrado un acto de latrocinio que debe quedar grabado en bronce y colocado, para eterno recuerdo, en lugar público y visible que avergüence a todo el que ante él pase, que sirva de amenaza para los niños que no quieren irse a la cama, del que huyan los perros aullando tras olfatear el recuerdo de la catástrofe.
El crimen cometido en el sur de Ciudad del Puente debe ser minuciosamente asentado por los escribas en tablillas de arcilla. Cada brizna de hierba contabilizada. Descrita cada hoja quemada. Registrado cada nido calcinado, cada espora abrasada, cada jabalí, cada aguilucho, halcón o corzo expulsado de su madriguera.
Colocado el sumario del desastre en lugar concurrido, cada uno de nosotros buscará a nuestros parientes, a nuestros vecinos, a nuestros amigos, en el inventario de víctimas inocentes. Levantaremos después un campanario de aire entre Montes y Peñalba, donde cada 19 de abril podremos reunirnos a llorar.
Hoy somos bastante más pobres en Ciudad del Puente que dos semanas atrás. La monótona rutina de declaraciones, comunicados, reproches, proclamas o visitas apesadumbradas no nos devolverá ni un gramo de la enorme riqueza que se nos ha arrebatado.
Hay sin duda un culpable principal en esta triste historia: el miserable mal nacido que encendió la cerilla. En la búsqueda de su interés particular, ha conseguido destruir un bien común de extraordinario valor. Que caiga sobre él todo el peso de la ley y nuestra eterna maldición. Pero no es el único.
Hay culpables de olvidar en los cajones los informes que advertían de la catástrofe, que explicaban cómo poder atajarla, que obligaban a compromisos de gestión forestal tal vez poco lucidos pero imprescindibles para contener calamidades como esta.
Hay culpables de anunciar bosques que sólo se plantaron en las páginas de los periódicos. Hay culpable de vender humo y de ignorar las denunciar reiteradas que señalaban causa y efecto. Los hay de preferir la foto de la belleza al olor de su frescura a principios de primavera.
Culpables somos todos los que dejamos que esto pasara antes. Los que dejaremos que esto vuelva a pasar en cuando se enfríen las laderas negruzcas y el pasto vuelva a crecer con las lluvias del otoño.
Al perro flaco que es nuestra tierra volverán todas las pulgas del mundo. Aquí, hasta las cenizas pueden arder.
Como las vacas al tren. El Día de León (29, abril, 2017)