Por su abundancia, variedad temática, rigor y
facilidad de acceso, Washington D. C. es el paraíso para los amantes de los
museos. Se pueden encontrar en ellos valiosas colecciones de pintura y
atractivas muestras antropológicas, científicas o divulgativas. Pero si ahora
mismo me pidieran que recordara una pieza de todos ellos intentaría explicar
ese rincón en el que se amontonan unos miles de viejos zapatos, apilados tras
una vitrina, en el Museo del Holocausto.
Lo escribo y vuelve el olor a cuero muerto de
aquellos zapatos. Y aparecen las personas que caminaron y bailaron con aquellos
zapatos pobres, o elegantes, o meramente prácticos.
Los muertos descalzos convertidos
en humo. Las lágrimas de esa joven que mira el cúmulo de zapatos tras el
vidrio. El doloroso silencio de los adolescentes que atraviesan la estancia.
El
breve poema que ilustra este rincón en memoria de la catástrofe: “Somos los
zapatos. Somos los últimos testigos. Somos zapatos de nietos y abuelos desde
Praga, París y Amsterdam. Y porque solo estamos hechos de tela y cuero y no de
sangre y carne, cada uno de nosotros evitó el fuego del infierno”. Apenas cinco
líneas de Moshe Schulstein, un poeta yiddish que sobrevivió al Holocausto,
bastan para acercarse al abismo de lo inexplicable.
Nunca he estado en Auschwitz. Creo que nunca
visitaré el memorial del campo donde se concentró el mal en estado puro. Pero
recuerdan los que han estado que los lugares más impactantes no son las salas
de gaseado, la pared donde se fusilaba, los hornos o la puerta de acceso al
campo con la tristemente famosa frase “Arbeit Macht Frei “(El trabajo os hará
libres). Unánimemente recuerdan el impacto que les causó las salas acristaladas
donde se amontonan los objetos recopilados de los prisioneros: maletas, peines
o los montones de pelo humano.
El pasado jueves, la Plaza del Ayuntamiento
de Ciudad del Puente amaneció alfombrada con zapatos teñidos de rojo. Era una
acción poética de largo recorrido que inició la arquitecta y artista visual
mexicana Elina Chauvet en Ciudad Juárez, el Auschwitz de la violencia machista,
en 1999, tras el asesinato de su hermana a manos del marido.
Desde entonces, los zapatos rojos han viajado
por decenas de ciudades de América y Europa. En cada población, la colección
aumenta y los ciudadanos dejan sus zapatos y sus mensajes, creciendo así la
memoria colectiva, la evocación, la marcha silenciosa de las víctimas.
Son manchas de sangre sobre los adoquines.
Son gritos mudos frente al atavismo machista que se resiste a reconocer que el
siglo XXI será de la mujer o no será. Es el rastro trágico del que toma como
objeto a la mujer y la consume como otra posesión más del Black Friday mental
en el que chapoteamos.
Es un recuerdo, amplificado de ciudad en
ciudad, de crímenes simiescos con frecuentes y muy graves complicidades en el
entorno de la víctima y de esos miserables verdugos chulescos que se alimentan
del miedo y del dolor ajeno.
Los zapatos rojos sobre los adoquines de la
plaza me trajeron el olor a cuero muerto de aquellos zapatos del Museo del
Holocausto de Washington. Es el poder del símbolo. La capacidad de evocación
del objeto. El poder de un gesto contra el mal.
Como las vacas al tren. El Día de León (25, noviembre, 2017)