Que a Javier Marías no le gusta el teatro es sobradamente
conocido: el propio escritor se ha encargado de divulgarlo reiteradamente en
sus artículos.
En fecha ya lejana y con el explícito título de “Por qué detesto
el teatro” sostenía nuestro señero novelista que “me molesta que los decorados se noten tanto, que
las puertas se perciban tan falsas, que cuando se abre un grifo no siempre
salga agua”. Aquella columna fue replicada con agudeza por Adolfo Marsillach:
“¿de veras mi respetado escritor va al cine a admirar la fontanería de los
cuartos de baño que salen en pantalla?”
El
oficio del columnismo es duro: cuando no hay tema que llevarse al folio es
recurrente acudir a los fantasmas personales. Por eso no me sorprendió su nueva
arremetida contra las tablas desde un medio de gran difusión y menguante
prestigio. Después de reconocer que hace años que no va al teatro, embiste
contra lo que llama “tontunas contemporáneas” y dice no soportar que José Luis
Gómez interprete a la Celestina o que Blanca Portillo haga el papel de
Segismundo.
Que al señor
Marías no le guste el teatro debiera ser asunto intrascendente. Los gustos, los
artísticos incluídos, son asunto personal. Ya incomoda un poco más que un escritor
de su prestigio exprese su arqueológica opinión desde una confesa ignorancia
escénica y en un tono próximo al cuñadismo cipotudo tan en boga en la política
y en los debates televisivos.
La
insistencia de don Javier en darnos su punto de vista sobre un arte que
reconoce no frecuentar no deja de ser una muestra de la auténtica españolidad:
nada nos gusta más que hablar de lo que no sabemos. Que entre en ese juego
alguien de su crédito artístico es de lamentar, en tanto contribuye desde una
atalaya privilegiada al desprestigio de una actividad a la que llevan siglos
colocando gravosos e injustificados sambenitos.
Marías
no sabe que en España, en las peores condiciones y en
un contexto adverso gracias a opiniones como la suya, se está haciendo
actualmente el mejor teatro en siglos, al que asisten un número nada
despreciable de espectadores y que contribuye de forma modesta pero estimable a
la economía y al prestigio cultural del país.
Forma
parte de la misión del teatro producir temor a los pusilánimes, a los tiranos,
a los que entienden la ficción como un lugar amenazante. Como me disgustaría
colocar al señor Marías en estas categorías, prefiero pensar que su recelo con
el teatro se debe a su enigmático interés por la fontanería.
Como las vacas al tren (El Día de León, 4 febrero, 2017)